lunes, febrero 20, 2012

La infusión (Diario Milenio/Opinión 14/02/12)

Una mujer se agazapaba, en cuclillas, en una esquina del cuarto donde guardaba unos pocos víveres enlatados y las escobas. La mujer, sorprendida, sólo atinó a alzar el rostro.

El ruido me distrajo. Era algo pequeño. Algo como un rasguñar apenas. Un roce terco. Dejé la libreta de las cuentas sobre la superficie de formaica de la mesa y seguí, a tientas, el hilo del sonido. Me asomé por las ventanas sólo para comprobar que la aldea seguía oscura y callada a esa hora. Abrí la puerta y, en efecto, no había nadie esperando asilo o respuesta. Ya nervioso, puse a hervir agua en un cuenco de peltre pensando que pronto prepararía un té. Me volví a sentar a la mesa. Cuando me calmé, inmóvil como una estatua, el ruido volvió a aparecer. Esta vez supe, por instinto, de dónde venía. Era la alacena, sin duda. Dos zancadas. La ansiedad. Antes de darle vuelta a la perilla imaginé una rata gigantesca.

—¿Pero quién eres tú? —le pregunté a la mujer que se agazapaba, en cuclillas, en una esquina del cuarto donde guardaba unos pocos víveres enlatados y las escobas. La mujer, sorprendida, sólo atinó a alzar el rostro. La boca abierta. Pedazos de nueces entre los labios. Esa manera de indicar que no estaba en realidad en ningún lado y que no sabía, además, quién era o qué iba a ser. ¿Qué se mira en realidad cuando se mira así, por largo rato?

—Pero si hace mucho frío aquí —dije, jalándola del brazo. Ella se resistió al inicio pero, tan pronto como se dio cuenta de que no le haría daño, se dejó llevar hasta la cocina. El agua hervía ya. Dándole la espalda, preparé la infusión. El agua cayó sobre el cedazo donde se arremolinaban algunas hierbas. El aroma. Los ojos súbitamente cerrados.

Empecé a hablarle en ese momento sin saber bien a bien por qué. Supongo que todos los que se nos aproximan son, al inicio, apenas un ruido molesto dentro de un cuarto cerrado. De espalda hacia ella, algún comentario hice sobre las figuras que formaba el humo que brotaban de la taza de té.

—Mira —le dije, al darme la vuelta. Esa fue la primera vez que la vi sonreír. Jalé una de las sillas y la invité a sentarse. Le ofrecí algo de pan, algo de mantequilla, un poco de sal. Le expliqué que no contaba con mucho más. Que me había distraído. Que una vez más se me había olvidado ir a los almacenes colectivos por mi dotación de víveres. Abrí la puerta de la alacena donde la había encontrado y dije, para constatar algo que ella ya sabía: está vacío. Mi ir y venir por la habitación terminó por darle risa. Se cubrió la boca con la mano derecha y reacomodó luego, con algo de pudor, la pañoleta con la que mantenía los cabellos largos y lacios en su lugar.

—¿Quieres bañarte? —le pregunté, no sé por qué. Tenía la cara manchada de algo que bien podría ser mugre o tiempo. Su ropa olía mal. Pero en realidad le ofrecí el baño por otra cosa. Ella me miró fijamente, sin entender. Hice señas: las manos sobre mi cabeza, a manera de agua; las manos sobre mi torso, como si con jabón; las manos alrededor de los antebrazos, como abraza una toalla. Como nada daba resultado, la invité a incorporarse de la silla y, luego, la llevé del codo al baño . Abrí el grifo. Dije: ¿Ves?

Ella veía, en efecto. Ella veía todo. Me pidió que saliera con un par de señas y me regresé a la cocina para esperarla junto a la infusión de hierbas.

Las figuras del humo son, a veces, cuerpos.

Imaginé lo que pasaría después. Iba a irse y a regresar, muchas veces. Esa era, y lo adiviné desde el momento mismo en que el ruido de su boca interrumpió las sumas y las restas con las que intentaba llevar la cuenta de la distribución de los granos en la aldea en tiempos de sequía, su única manera de quedarse. Aparecería de la nada y a la nada se iría con una regularidad que llegaría a denominar como pasmosa. Aprendería mi lengua y yo la suya con el paso de los días. Con el paso de los días, de hecho, elaboraríamos palabras y formas peculiares de describir las cosas. Un alfabeto propio. Una gramática intransferible y única. Cuando un pájaro se quedara observando nuestra interacción a través de las ventanas, ese pájaro confirmaría sus sospechas: la gente es rara. ¡Pero qué extrañas son, repetiría a su manera, esas criaturas de dos piernas y cabeza, esas criaturas con bocas y manos! Cuando alguien por casualidad escuchara nuestras conversaciones en voz baja, esas conversaciones que nos causarían una risa desbordada y loca, se iría cabizbajo sin haber entendido apenas dos o tres vocablos. Hablaríamos así por mucho tiempo, alrededor de la mesa que se habría transformado en una planicie, en el rectángulo tibio infinito atroz de la cama, bajo los dinteles majestuosos de las puertas. Conocería, a su lado, una extraña forma de la felicidad. Me contaría algo del lugar de dónde venía, de sus amigos, de su familia. Me describiría, por ejemplo, la flora y la fauna. Usaría muchas veces la palabra “agreste”. Crearíamos ciudades y nombres de ciudades y mapas para que los nombres pudieran acoplarse a las ciudades. Dividiríamos el tiempo en antaño y hogaño. Con el tiempo, con ese mismo tiempo dividido en dos mitades exactas, aprenderíamos, incluso, a callar, espiándonos apenas con el rabillo del ojo, las yemas de los dedos, el aliento.

Y luego, una tarde por ejemplo, una tarde de invierno, para ser más exactos, lo notaríamos. Esto: la despedida. Esto: la lenta triste única manera de despegarse del lenguaje y de las cosas y de las manos.

Y recordaría yo esa noche entonces, esta otra noche invernal en que el ruido de su boca me había distraído de las cuentas de la sequía, obligándome a dar las zancadas necesarias para abrir la puerta de una alacena desierta. Y la abriría de nueva cuenta, esa puerta, esta alacena vacía, convenciéndome incluso de que la iba a encontrar ahí por primera vez, acuclillada en la esquina, mordisqueando nueces.

Y la vería, sí, una vez más. En efecto. Y ella alzaría el rostro, incomprensible. Y yo, aturdido por su aparición, abrumado de inmediato por su presencia, la invitaría a ir a otro cuarto, a ese cuarto con agua y vapor y espejos, nada más para descansar un poco, para alargar un poco lo que iba a pasar, para respirar un poco como antes.

Y me dirigiría entonces de regreso a mi mesa, a mi pequeña taza té, a mi manera de imaginar lo triste, en verdad, que todo esto iba a ser. Lo largo. Lo inútil. Lo pleno.

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