martes, febrero 28, 2012

Sin asidero (Diario Milenio/Opinión 28/02/12)

¿Tenemos, de hecho, la menor idea de las consecuencias que traerá el más pequeño de los cambios que añadamos a la rutina diaria?

Un buen día, sin saber exactamente por qué, Hannah Lundmark, el personaje principal de la más reciente novela de Henning Mankell publicada en español, decide dejar un barco que la llevaba originalmente a Australia para cruzar, en cambio, la pasarela que la dejaría en Lourenço Marques, capital de la África Oriental Portuguesa, ambas conocidas hoy como Maputo y Mozambique, respectivamente. Enterarse del porqué y el para qué tal decisión fue hecha es la materia que le corresponde descifrar no sólo al lector de Un ángel impuro, sino también, acaso sobre todo, a su protagonista. El narrador omnisciente de este relato, aparentemente basado en “unos extraños documentos” encontrados en el antiguo archivo colonial de Maputo, por su parte, se declara derrotado de antemano en esta tarea: “Lo que sucedió después y, sobre todo, el porqué de que sucediera es algo que Hannah jamás logró explicarse. La decisión que tomó a última hora de aquella noche, después de que los misioneros abandonaran el barco, le resultó insondable mientra vivió”. (75/342) 

¿Cómo es que tomamos las decisiones que terminarán marcando años enteros de nuestras vidas? ¿Tenemos, de hecho, la menor idea de las consecuencias que traerá el más pequeño de los cambios que añadamos a la rutina diaria? ¿Es posible, de alguna manera, avizorar lo que viene como resultado de las muchas decisiones que tomamos sabiendo tan poco respecto a ellas? Las respuestas a todas estas preguntas son, por supuesto, negativas o, cuando menos, difusas, cuando no francamente relativas. De ahí, precisamente, la necesidad de que la novela exista. Más que para explicar lo que desde un inicio se describe como insondable, el objetivo del relato es a la vez más humilde y más descarnado: rastrear las acciones que llevaron a y resultaron de una decisión aparentemente inexplicable.

El relato inicia en el 2002, el año en que un habitante de un antiguo hotel de Bieira, convertido ya en una derruida vecindad, encuentra un cuaderno bajo la duela. Sobre la pasta del cuaderno es posible reconocer un nombre y una fecha: Hannah Lundmark, 1905. Pronto, la narración se trasporta a la cubierta del Lovisa, el barco sueco que partió en 1904 del puerto de Sundsvall con 32 tripulantes a bordo: uno de ellos, la cocinera para ser más exactos, la única mujer. Ahí, sobre esa cubierta, acaba de registrarse el entierro en altamar del oficial que, apenas un mes antes, se había convertido en el esposo de esa mujer. El duelo y la oscilación de la memoria femenina obligan al relato a retroceder una vez más tanto en términos de tiempo como de espacio. Ahora es el año 1899, y la cubierta de un barco ha dado lugar a los bosques muy fríos del norte sueco. El padre de la protagonista está muriendo y, con dificultad, pronuncia unas últimas palabras para su hija. En el desasosiego, nunca podrá saber a ciencia cierta si el padre la había dicho que ella era un “ángel impuro” o un “ángel pobre”.

La historia migratoria de Hannah, por su parte, se desenvuelve muy conforme a las narrativas globalizadoras de fines del XIX e inicios del XX: la muchacha pobre de una zona peritérica, en este caso de un pequeña aldea sueca, se ve forzada a dejar los bosques para contratarse como sirvienta en una ciudad donde no conoce a nadie pero en la que aprende a leer. Conminada por el dueño de la casa, la muchacha se entrena como cocinera y se embarca en el Lovisa, cuyo destino final es Australia. La viudez, tan súbita como el matrimonio mismo, la llevan a abandonar un barco y, con el él, una vida que prometía el regreso a Suecia, optando en su lugar por un destino apenas imaginable en Lourenço Marques.

Que la mujer termine casándose otra vez y heredando por este medio el prostíbulo más rentable de la región es, entre muchas otras cosas, lo de menos —aunque es lo que aparentemente permitió que la historia fuera imaginada e imaginable gracias a los registros de impuestos pagados por una mujer sueca de la que pocos otros datos existen, si existen algunos, en el archivo colonial de Mozambique. Lo que esta novela más bien convencional añade a una larga tradición de relatos de migrantes es esa pregunta incisiva y molesta que, a pesar de pedir, y acaso por pedir, no recibe respuesta: ¿Por qué se baja alguien de un barco que lo lleva en otra dirección para iniciar una vida de otra manera impensable?

La innegable destreza de Mankell se rehúsa a dejar a Hannah en paz a lo largo de estas páginas. Incómoda siempre, fuera de lugar en todos los lugares, sólo a medias entendiendo lo que tanto blancos como negros logran comunicarle, Hannah se mueve con dificultad en un país donde vivirá experiencias que se antojan fundamentales pero que, desde el punto de vista borroso del que apenas comprende lo que pasa, no dejan de ser hasta cierto punto ilegibles. Que con base en todo ello, Mankell logre transmitir el punzante peso de esos años incomprensibles sobre los hombros de una vida que todavía parece irresuelta sólo habla de la habilidad de un escritor que puede hacer a estas alturas lo que se le da la gana con el lenguaje. Pocos libros consiguen producir el vacío atroz de alguien que decide marcharse de un lugar donde no ha verdaderamente estado con rumbo hacia ninguna parte. Fiel a la premisa del libro, el personaje, y el lector, son arrojados al mundo una vez más sin asidero alguno.

Desde otro punto de vista, y a través de novelas de corte más radical, esta experiencia del fuera de lugar migratorio ha sido explorada con gran agudeza por autoras como Yoko Tawada, en The Naked Eye, o Renee Gladman, en Event Factory, novelas que desgraciadamente todavía no están traducidas al español. En Un ángel impuro, el narrador omnisciente le aclara al lector lo que el personaje no entiende bien a bien, otorgándole así un asidero al lector del que la migrante carece. En las novelas de Tawada y de Gladman, por otra parte, no existe tal refugio: tanto el personaje como el narrador (que a ratos se confunden) entienden sólo con dificultad lo que acontece y, esa falta de claridad, encarnada en una sintaxis que no por extraña carece de legibilidad, obliga al lector de estas novelas a experimentar en carne propia, como se dice, la falta de asidero original. Porque, después de todo, ¿quién no ha desembarcado algún día en su propia África para terminar cumpliendo un destino que parece de otro?

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