lunes, febrero 06, 2012

Oficio de "franelero" (Diario Milenio/Opinión 06/02/12)

El franelero es aquel cobrador que nos recuerda que la vía pública es algo menos pública de lo que supondría la opinión pública

1. De la gorra a la franela

Antiguamente carecían de rostro. Varios, los más confiables, usaban gorra y uniforme caqui, a partir de lo cual podía saberse que aquel desconocido era un viene-viene. Esto es, un orientador de estacionamiento, cuyas funciones solían extenderse a la consiguiente vigilancia del vehículo. Un trabajo sufrido y con frecuencia ingrato, expuesto a toda suerte de peligros, chantajes e indignidades, para colmo sujeto a las propinas voluntarias y en tanto ello pariente de la mendicidad. Con los años, no obstante, la proliferación del malandrinaje hizo de cada esquina un feudo apetecible para más de una especie de la fauna urbana, especialmente aquellas entrenadas en la toma y defensa feroz del territorio. Fue así que donde había un viene-viene apareció de pronto el franelero: mezcla de lavacoches, acomodador, cuidador, cobrador, administrador, gestor e interventor de la transa cotidiana.

Si el viene-viene debía soportar el menosprecio de su clientela, el franelero sabe de memoria cuántos pesos y centavos vale su territorio, tanto así que día a día tiene que defenderlo con uñas y dientes, haciendo malabares sobre la línea fronteriza —fina, en su situación— entre el subempleo y el hampa. Si al viene-viene nadie se molestaba en verlo, el franelero está en la mira de todos. Policías, vecinos, comerciantes, visitas, delincuentes: de cada uno de ellos tiene algo el franelero. Si el viene-viene vivía de propinas ratoneras, el franelero impone sus tarifas y exige el pago por adelantado. ¿O es que los patrulleros, de los cuales depende para seguir haciendo lo suyo, le ofrecen crédito en las cuotas diarias? Es la calle, al final. No existen garantías, ni vale en su dominio más papel que el que uno esté dispuesto a desempeñar. De ahí que el franelero tienda a ser arbitrario y terminante, cuando no atrabiliario y bravucón, cada vez que un prospecto de cliente cuestiona su dudoso derecho a expropiar y explotar la vía pública. ¿Y quién es tan gaznápiro de abandonar su coche al arbitrio de un enemigo potencial a quien recién ha declarado la guerra?

2. Carne de sospecha


Hay al menos dos clases de
franelero: el propio y el extraño. Uno leal, amigable y eventualmente providencial; el otro desafiante, chantajista, mandón. Uno con nombre y el otro sin madre. Todo depende, a veces, del humor que traigamos al momento de vernos por primera vez. Por las buenas, el franelero me ofrece sus cuidados; de otro modo, me vende protección. ¿Contra qué? En rigor, contra nada. En el peor de los casos, contra él mismo. Y en última instancia, contra mi paranoia. Si al regresar encuentro que a mi carro le falta un par de llantas, me recriminaré por la idiotez de no haberme entendido con el franelero; y si le había pagado y aún así me robaron, me quedará el consuelo de echar mierda sin mucho salpicarme porque he sido una víctima, pero no un pichicato. Ahora bien, esto de la extorsión callejera tiende a herir los principios de ciertas personas, por causas tan diversas como el orgullo, los preceptos morales o la defensa de un estado de derecho cuyo imperio se antoja difícil de probar, dadas las circunstancias. Ponérsele flamenco al franelero por cuestión de principios: he ahí una gesta cívica improductiva.

Quienes no trabajamos en la calle solemos ignorar la cuadrícula estricta de sus espacios y el entramado de leyes no escritas que permiten la convivencia pacífica entre competidores tan encarnizados como policías, ladrones, vendedores, asaltantes, pordioseros, cargadores, boleros, pirujas y lenones, por citar unos cuantos. Asumimos, a veces, con un candor indigno de nuestra condición de citadinos, que si desaparece un franelero no llegará algún otro a reemplazarlo. ¿O es que los policías van a dar por perdida esa rentita? ¿Qué harían los vecinos sin ese franelero al que bien o mal han terminado por adoptar y es una suerte de conserje de banqueta? ¿Quién les dice que el próximo no será demasiado codicioso, tanto así que le dé por unir fuerzas con sabrá el diablo qué banda de hampones? Y esa es otra calamidad del oficio: nadie mejor que el vándalo de la franela para encajar en el papel de sospechoso.

3. El salario del chantaje


Podría aventurarse que una ciudad es o pretende ser civilizada cuando sus calles carecen de dueño, o al menos aparentan no tenerlo. Francamente, no logro imaginar a un
franelero apareciendo en una de esas novelas de Henning Mankell donde los policías hacen su trabajo pensando en agradar a sus patrones, los contribuyentes. Aquí, en cambio, los guardianes del orden ven a los ciudadanos como contribuyentes ambulantes, pero como no tienen tiempo para atender los asuntos administrativos de tamaña cartera de clientes, dejan ese quehacer en las manos de sus ejecutivos, los franeleros. De ese modo no tienen que desgastarse dando cara y razones a sus extorsionados, ni arriesgarse a ser vistos o filmados en mitad del cochupo incriminante; venden la protección a distancia, sin compromiso ni más garantía que la pura palabra de su representante en la banqueta, que para eso se pasa el día entero negociando la conciencia tranquila de su clientela.

Son nomás veinte pesos. Son cuarenta pesitos. Son cincuenta, por toda la noche. Esta última tarifa, por cierto, debería parecernos especialmente atractiva, pues su sola mención insinúa que la noche es muy larga y su transcurso puede resultar incierto. Un espejo de menos, un rayón de más, un cristalazo a media madrugada: todo puede pasar, más todavía si el propietario del vehículo en riesgo no acaba de entender el tema del tributo, y mucho peor si ocurre que el falso franelero se dedica al asalto, el secuestro o la extorsión. Por más, pues, que se teman, desprecien o aborrezcan, hay una sociedad indisoluble entre automovilista y franelero, una vez asumido que la vía pública es propiedad privada y alguien tiene que ir a poner la cara para cobrar la renta, con todo y su tajada. Alguien que no se deje intimidar y a su vez intimide, si es posible. Alguien que sepa conquistar, imponer e invadir tanto como ceder, negociar y ayudar. Un protector que no sea policía y un maleante que no sea delincuente. Franelero: qué oficio complicado.

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