lunes, noviembre 07, 2011

La escritura indigesta (Diario Milenio/Opinión 07/11/11)

Cuestión de adrenalina

Hay días, por fortuna raros, en los que no está uno listo para ella. Pero claro, eso a ella le tiene sin cuidado. Uno dice que es suya, aunque lo cierto es que pasa al revés. Tenemos una cita, impensable faltar. Ayer mismo, presa de una nefasta indigestión, me preocupaba menos el mareo en sí que la idea de levantarme hoy y no poder quedar bien con ella. Y ahora que lo intento, la experiencia me dice que si logro cumplirle se irá este malestar igual que un mal espíritu con el amanecer. Tantos años de convivir con ella y mirarla cambiar de nombre e intenciones me han enseñado al cabo que es tan indispensable como algún día lo fueron los viernes por la tarde, cuando el aula monótona quedaba en el recuerdo y el oasis del fin de semana no parecía más un espejismo. Si exagerara, diría que ella es una de suerte de columna vertebral, aunque quizá sería más exacto describirla como una columna de la independencia. El punto es que llegamos al fin del primer párrafo y es preciso aclarar que el tema de este escrito tiene que ver con la columna semanal.

Hace tiempo que renuncié a la aspiración de escribirla desde unos días antes, lo cual sería un alivio indudable, mas cada nuevo intento en tal sentido ha servido de poco, y en realidad de nada porque sin la presión del lunes tan cercano la columna se niega a dejarse escribir. Ya se sabe que otros, más previsores, gozan de libertades extraordinarias gracias a que conservan la costumbre de guardar una cierta dotación de columnas inéditas en el congelador, y uno mira de lejos esos hábitos, con una envidia próxima a la resignación porque la suya tiende a alimentarse de la adrenalina. Si Pedro de Alvarado impuso una marca importante en salto de longitud no fue porque tuviera capacidades físicas extraordinarias, como porque detrás venían tantas furias en camino que un decímetro menos bien podía costarle la vida.

Que descansen los muertos

A ratos se aparece una mujer querida y hermosa, cargando medicinas y suero oral. ¿Ya te sientes mejor?, insiste, y por toda respuesta pongo mi mejor cara de agonizante. ¿Cómo decirle que su sola visita es como un bálsamo caído del cielo, si mientras esto pasa la columna comienza a refunfuñar porque aborrece las interrupciones? Ya bastante ha tenido con saberme ocupado en otro proyecto durante la semana completa para que ahora acepte compartirme, así que cuando trato de volver a ella deliberadamente me vuelve la espalda, como si no supiera más quién soy y menos todavía le importara. Sobra decir que me lleva ventaja, pues ella y yo sabemos que no puedo llegar hasta el fin del domingo si no he llegado antes, y ojalá mucho antes, a la conclusión del último párrafo. Miro el reloj: es tarde y con trabajos vamos a la mitad. La indigestión feroz, personaje siniestro al que nadie invitó, ha decidido volver al libreto y llega acompañada por las náuseas. No es la primera vez, por cierto, que a la mitad de la columna semanal sopla un viento de nihilismo tenaz del que hay que deshacerse a como dé lugar.

¿Y si llamo y les cuento que estoy malísimo? Esa idea peregrina es una falsa amiga a la que hay que expulsar tan pronto como llega. Poco me costaría convencer a Ariel González de que soy incapaz de terminarla y es seguro que Carlos Marín se sumaría al equipo de los comprensivos, pero el presente entuerto no es con ellos, sino con la columna, que no tiene por qué compadecerme y continúa exigiendo que siga adelante. Maldita sea, me digo, si la última vez que esto me sucedió dejé plantada nada menos que a Cristina Rivera Garza en la presentación de su perturbadora Verde Shanghai, ¿cómo es que no consigo dejar esta columna por la paz, llamar a México y echarme a dormir? ¿Por qué tenía que venir a enfermarme justo aquí, en mitad de la selva amazónica, bajo el yugo de un sol abrasador que se empeña en hacer al pensamiento lerdo y a la náusea veloz? ¿De dónde sale esta fiebre kantiana que se mete entre los retortijones para imponer su ley y exigirme que siga trabajando?

Obras y zozobras

Omeprazol, Pedialyte, Amandin, Bonine, Gelusil: entre todos ya forman un batallón resuelto a salvar el destino de esta columna, puesto que a estas alturas no es lícito mirar hacia atrás, como no sea para corregir la líneas que no acaban de estar listas. En un día normal, acercarse a las ochocientas palabras es como avistar tierra desde un barco: doscientas más, me animo, y la línea de meta estará poco menos que a tiro de piedra. Imposible eludir la sensación de que más que escribir se libra una batalla contra los propios monstruos y demonios, sobre todo cuando éstos se hacen uno con la sublevación estomacal, de modo que las dudas se fortalezcan y uno de nuevo dude que sea capaz de llegar a buen puerto. ¿Y no son esas dudas, a todo esto, el motor que da vuelo a la columna, al igual que entre el miedo y la zozobra se encargan de impulsar los últimos capítulos de una novela en proceso?

Pienso en otros enfermos y me siento un quejiche vergonzoso. A saber cuántas páginas escribiría Juan García Ponce a través de los años en medio de una postración progresiva que a otros los habría quebrado de forma ineluctable. Verdad es, sin embargo, que al llegar a los últimos renglones sopla una brisa desde el monitor que pareciera darle a uno de alta. Ver la columna en pie, después de tanta guerra, es la mejor terapia contra el retortijón. No sería mala idea salir ahora mismo a la calle y empaparse bajo la lluvia torrencial cuyo estruendo le suma dramatismo al momento de la culminación. ¿Ahora sí estás mejor?, pregunta la mujer linda de marras y le digo que sí, que por supuesto, una vez que se asoma el renglón final pruebo sus efectos terapéuticos. La columna está lista, ¿cómo no celebrarlo con la sonrisa de un recién sanado?

No hay comentarios.: