martes, octubre 11, 2011

Como quien se guarece (Diario Milenio/Opinión 11/10/11)

El 14 de septiembre de 2011 despertamos de nueva cuenta con la imagen de dos cuerpos colgando de un puente. Un hombre; una mujer. Él, atado de las manos. Ella, atada de muñecas y tobillos. Justo como en otras tantas ocasiones, y como también lo notaron con cierto pudor en las notas del periódico, los cuerpos mostraban huellas de tortura. Del abdomen de la mujer, abierto en tres puntos distintos, brotaban las entrañas.

Es difícil, por supuesto, escribir de estas cosas. Es más, acciones como la descrita anteriormente son llevadas a cabo, de hecho, para que no se pueda hablar de ellas. Su fin último es causar la parálisis básica del horror —esa ofensa que se ejerce no sólo contra la vida humana sino también, acaso sobre todo, contra la condición humana.

El terror, nos recuerda Adriana Caverero en Horrorismo. Naming Contemporary Violence, un libro indispensable para pensar, si entender fuera imposible, la violencia contemporánea, surge cuando el cuerpo tiembla y huye para conservar su vida. El aterrorizado teme y, por encontrarse dentro de la esfera del miedo, busca una salida. El horror, cuyas raíces latinas nos remiten al verbo “horreo”, está más allá del miedo que con tanta frecuencia alerta contra el peligro o conmina, por lo mismo, a trascenderlo. Frente a la cabeza de Medusa, que es todo cuerpo despedazado hasta más allá del reconocimiento humano, el que se horroriza separa los labios e, incapaz de pronunciar palabra alguna, incapaz de articular lingüísticamente la desarticulación que llena la mirada, muerde, así, el aire. El horror vive de y en la repugnancia, asegura Caverero. Arrebatados de su agencia a través del estupor y la inmovilidad, engarrotados en un juego de las estatuas de marfil perpetuo, los horrorizados miran y, aún mirando fijamente o precisamente por mirar fijamente, no pueden hacer nada. Más que vulnerables —una condición que compartimos todos como parte de la condición humana— desarmados. Más que frágiles, inermes. Por eso el horror es, sobre todo, un espectáculo —el espectáculo más extremo del poder.

Lo que los mexicanos de inicios del siglo XXI hemos sido obligados a ver —ya en las calles, en los puentes peatonales, en la televisión o en los periódicos— es, sin duda, uno de los espectáculos más escalofriantes del horrorismo contemporáneo. Los cuerpos abiertos en canal, vueltos pedazos irreconocibles sobre las calles. Los cuerpos extraídos en estado de putrefacción de cientos y cientos de fosas. Los cuerpos arrojados desde camionetas de redilas sobre avenidas transitadas. Los cuerpos chamuscados en piras enormes. Los cuerpos sin manos o sin orejas o sin narices. Los cuerpos invisibles, incapaces ya de reclamar sus maletas en las estaciones de autobuses a donde sí llegan sus pertenencias. Los cuerpos perseguidos; los cuerpos ya sin aire; los cuerpos sin voz. Esto es el horror, en efecto. Esto es la versión actual de un tipo de horror moderno que igual ha enseñado su cara más atroz en Armenia, en Auschwitz, en Kosovo.

En el caso de México de fines del XIX e inicios del XXI, el horror va íntimamente ligado al retroceso del Estado en materias de bienestar y protección social y, consecuentemente, al surgimiento de un feroz grupo de empresarios del capitalismo global, a los que se les denomina de manera genérica como el Narco. Se trata, pues, del horror de un Estado que, en pleno retroceso ante los intereses económicos de la globalización, no ha hecho más que repetir una y otra vez aquél famoso gesto de un traidor: lavarse las manos. Así es, desde la época de las reformas salinistas de 1989 y siempre violentando acuerdos centrales que la sociedad mexicana había alcanzado luego de más de una década de lucha, en la así llamada era de la revolución mexicana, el Estado neoliberal mexicano le ha dado la espalda a sus compromisos y sus responsabilidades, rindiéndose ante la lógica implacable, la lógica literalmente letal, de la ganancia. A ese Estado, que rescinde su relación con el cuidado del cuerpo de sus constituyentes, le ha llamado en estos ensayos un Estado sin entrañas.

El Estado es, sin embargo, un verbo y no un sustantivo; el Estado, como el capital, es una relación. Cuando, de manera unilateral, el Estado mexicano, administrado por una enérgica generación de tecnócratas convencida de la primacía de la ganancia sobre la vida, se sustrajo de la relación de protección y cuidado para y con los cuerpos de sus ciudadanos, entonces se produjo la intemperie. Justo ahí, en el escenario de esa intemperie atroz, es que los cuerpos de sus ciudadanos, además de vulnerables —que es parte de una condición humana—, se volvieron inermes —que es una circunstancia generada artificialmente por las formas de violencia unilateral producida por la tortura. En su indiferencia y descuido, en su noción instrumental de lo político e incluso de lo público, el Estado sin entrañas produjo así el cuerpo desentrañado: esos pedazos de torsos, esas piernas y esos pies, ese interior que se vuelve exterior, colgando.

En un lúcido ensayo sobre lo que está mal en el mundo de hoy, el humanista Tony Judt equiparó el nivel de agresión y descuido que sufren los ciudadanos en sociedades donde el Estado es totalitario con las sociedades, donde la carencia de Estado invita a la impunidad y la violencia. Este último es, sin duda, el caso de México.

Mientras los narcotraficantes consiguen a través de la violencia unilateral y espectacular de la tortura, lo que las maquilas y otras cadenas de trasnacionales intentaron a lo largo del último tercio del siglo XX, esto es, reducir al cuerpo a su condición más básica como productor de plusvalía, los mexicanos nos hemos vistos forzados a ser testigos de los hechos. Boquiabiertos, con los vellos erizados sobre la piel de gallina, fríos como estatuas, paralizados de hecho, muchos no hemos hecho más que lo que se hace frente al horror: abrir la boca y morder el aire.

Cuando todo enmudece, cuando la gravedad de los hechos rebasa con mucho nuestro entendimiento e incluso nuestra imaginación, entonces está ahí, dispuesto, abierto, tartamudo, herido, balbuceante, el lenguaje del dolor.

De ahí la importancia de dolerse. De la necesidad política de decir tú me dueles y de recorrer mi historia contigo, que eres mi país, desde la perspectiva única, aunque generalizada, de los que nos dolemos. De ahí la urgencia estética de decir, en el más básico y también en el más desencajado de los lenguajes, esto me duele. Porque Edmond Jabés tenía razón cuando criticaba el dictum de Adorno: no se trata de que después del horror no debamos o no podamos hacer poesía. Se trata de que, mientras somos testigos integrales del horror, hagamos poesía de otra manera.

Además de dolerme, yo no sé qué hacer. Todavía no sé con quién unirme, dónde verme, sobre qué hombro llorar. Sé que el dolor encuentra con frecuencia sus propios aliados —y una larga tradición religiosa, alejada de las instituciones más rancias del catolicismo conservador, atestigua en nuestra historia algunos de los usos más políticamente efectivos del sufrimiento social. Recuérdese, entre otros casos, el de nuestro movimiento independentista, al menos el primero, el que todavía fue capaz de aglutinar el apoyo popular. Recuérdese, entre tantos otros ejemplos, el de Tomochic y la Santa Niña de Cabora. Recuérdense, en fin, tantas cosas. Lo único cierto es que, luego de la parálisis de mi primer contacto con el horror, opto por la palabra. Quiero, de hecho, dolerme. Quiero pensar con el dolor, abrazarlo muy dentro, regresarlo al corazón palpitante con el que todavía tiembla este país. Frente a la cabeza de Medusa, justo ahí porque es ahí donde el riesgo de convertirse en piedra es más verdadero, justo ahí decir: aquí, tú, nosotros, nos dolemos.

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