
Aventuras de Capulina contaba la historia de un oficinista barrigón, miserable y enamoradizo, acosado por cobradores incansables, perseguido a escobazos por la portera —doña Pachita, todos tenemos una— y por si fuera poco tiranizado a manos del señor Quiñones: un patrón irascible, majadero y hocicón que acostumbra correrlo, o simplemente echarlo de su oficina, de un patadón bien puesto en el trasero. Torpe, salado y algo pintoresco, el Capulina de la historieta disfruta de infinitas libertades, como la de expresarse en una suerte de español mexicano y vecindero que lo emparenta con Borola Tacuche de Burrón —algo más descocada pero no menos prángana— y le permite hacerse con una picardía cuyo puro candor es un deleite aparte. Con los dibujos de Héctor Macedo y las palabras de Ángel Morales, Aventuras de Capulina se las arreglaría no sólo para trascender los años infantiles de sus lectores, como las épocas que fueron y vinieron. A la fecha, no soy capaz de dar con unCapulinita —con los años, el cuento se encogió— sin devorarlo de principio a fin.
Tufo de raspabuches
“Viejo Dientes de Tiburón”, llamaba el Capulina de papel al patrón pateador, y acaso lo aguantaba sólo porque en aquella oficina menudeaban las guapas chamaconas a las que correteaba el día entero, generalmente con muy poca suerte porque a ese personaje solía lloverle siempre sobre mojado y tal era su más grande atractivo. Cliente ocasional de la hechicera tuerta Hermelinda y su colega, el siempre repelente Aniceto Verduzco y Platanares —estrellas por su parte de Brujerías (luegoHermelinda Linda) y Burrerías (luego Aventuras de Aniceto)—, Capulina solía recibir la visita de un familiar taxista, que al poco tiempo tuvo su propia historieta: El Tío Porfirio, un bigotón canoso, mañoso y dicharachero que juega a la rayuela y se administra largos tragos de neutle y raspabuches en el taller de su amigazo el Tuercas, cuya cara jamás conoceremos porque está siempre negra de grasa.
El día que mi madre se tomó un tiempo para hojear El tío Porfirio, la censura llegó a mi colección. “¡Cómo quema el gañote!”, celebraban el Tuercas y su secuaz del taxi, los dos echando lumbre por la boca merced a la bravura del chínguere recién ingerido, cuando aquella historieta abandonó mis manos camino a la basura. “Sólo eso nos faltaba, que yo te esté comprando los instructivos para que acabes de hacerte pelado”, sentenció mi mamá tras leerme la lista de historietas prohibidas a partir de ese día. Hermelinda, Aniceto, Chanoc, el Tío Porfirio, Pavesa y Luciferino, entre otros personajes fundamentales, quedaron más allá de las leyes hogareñas ya fuera porque en unos se hablaba un español escasamente lustroso o en otros menudeaban esas muñecas nalgonas y tetonas con las que mis cuentitos del Pato Donald no podían convivir. De los cómics locales, sólo tres se salvaron de la caza de brujas: Memín Pinguín, Los Supersabios y Aventuras de Capulina, esta última menos por el contenido que por el nombre del personaje, si buen cuidado tuve de callarme que el Capulina de la historieta era pariente próximo del borrachales ése de Porfirio.
El cuero de CapuletoDespués de tantos años y reediciones, ya nunca sé en qué parte de la historia van, pero ni me lo exijo porque nada más cae el cuento entre mis manos, me concentro en leerlo tan pronto como puedo. Pobres o ricos, Capuleto y el gordo me divierten igual. Unas veces ocurre que ya leí el capítulo y lo recuerdo casi completo, otras no sé si es nuevo o lo olvidé porque en su día —cosa más bien rara— lo leí nada más que una vez, pero en todos los casos el regocijo se deja sentir. Me gustaría citar aquí y ahora las decenas de chistes del Capulina real, que en su momento fue tan importante, pero lo intento y nada: en mi cabeza vuelve a dibujarse el sobrino panzón de Porfirio, nieto de Capuleto y ex empleado del señor Quiñones. En lo que a uno respecta, por lo tanto, ese tal Capulina es inmortal.
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