lunes, agosto 29, 2011

Esperando por Irene (Diario Milenio/Opinión 29/08/11)

1. La isla desierta

Era apenas el sábado y ya caía afuera un tormentón. O cuando menos eso me acomodó pensar, desde el cuarto en el piso 25 donde el estruendo de la lluvia competía desventajosamente con el run-run aire acondicionado. En otra situación, me dije, sería un pecado continuar durmiendo más allá de las once de la mañana, y acto seguido me revolví en las sábanas como quien se sumerge bajo los vapores de un poderoso anestésico. Si en Manhattan soplaba un huracán, más valdría dormir en su transcurso. Extrañamente, pasado el mediodía la lluvia había parado. Hacía hambre, además. Detrás de la cortina divisé una llovizna insignificante, así que al chico rato ya estaba en la calle. Por la televisión había caído en la cuenta de que Irene aún estaba por llegar, aunque ya degradada de la categoría 2 a la 1. Es decir que seguía siendo un huracán, aunque traía vientos algo menos veloces. Llegaría, en todo caso, pasada la mañana del domingo. Bastan quince minutos de noticieros para que el ignorante se transforme en experto en la materia.

Quienes jamás hemos vivido un huracán encontramos las precauciones desmedidas en un lugar como Nueva York, cuya condición de isla no suele estar presente entre sus edificios. Nada más fácil entre tanta solidez que olvidarse su fragilidad. ¿Dónde he visto esta isla desierta? Extraña y desconcierta ver las calles vacías, los comercios cerrados, las puertas pertrechadas con montañas de sacos de arena, las palmeras del Rockefeller Center tendidas en el piso por pura precaución, mientras del Gran Desastre no se percibe más que una tonta llovizna inconsecuente. Voy de Park a la Séptima, luego de la 42 a la 34 y con trabajos hay un par de tiendas de abarrotes abiertas. Entre Octava y Novena, una treintena de grúas aguarda la hora de entrar en acción.¿Momento de encerrarse en un cine, quizás? Imposible: todos están cerrados. Uno de ellos tenía el vestíbulo abierto, pero el empleado me ha devuelto a la calle con la mirada de un tío regañón. ¿No he visto, acaso, que no hay trenes, ni aviones, ni subway, ni otra cosa que taxis devorando avenidas, a la caza de algún peatón desconsolado? Vuelvo al hotel con el alma encogida, preguntándome ya qué tanto va a quedar de aquí a mañana de lo que hoy está en pie. Listo, pues: soy un cliente más de la psicosis.

2. Ahí viene el lobo

Anochece y arrecia la lluvia. Si he de hacer caso a la televisión, lo que viene subiendo por la costa Este dejará la ciudad en un estado lo bastante lamentable para que los periódicos del lunes nos ofrezcan una larga probada de espanto citadino. Menudean, por lo pronto, las imágenes de Irene y sus estragos en camino hacia acá. Árboles arrancados de cuajo, cobertizos derruidos, coches llantas arriba, hoteles y edificios habilitados como refugios. Bajo al lobby: recién llegan los huéspedes de otro hotel de la misma cadena, ubicado muy cerca de la orilla del mar. Estás en una isla, me repito y regreso a asomarme la calle, donde literalmente no hay un alma. Ya se fueron los taxis, no hay curiosos ni vendedores de paraguas. El único bullicio proviene del restaurante del hotel, reservado por hoy a los puros huéspedes. No conozco a ninguno, pero la gritería y el calor humano dan la idea de un pequeño festín. Al tiempo que dispongo de un platazo de pollo asado con arroz y verduras, me conforto pensando que aún hay vida en la isla desierta.

Si anteayer repelaba por la oferta leonina de internet —nada menos que 17 dólares por 24 horas de conexión en teoría veloz y en realidad mediocre—, hoy me cuelgo del WiFi con apego de náufrago agradecido. (Pensándolo mejor, la próxima vez que alguien me pregunte qué llevaría conmigo a una isla desierta, me luciré diciendo que no preciso más que una laptop, un módem y un router funcionando.) Enciendo el iTunes y paladeo el sarcasmo de escuchar a Sinatra cantando a “la ciudad que nunca duerme”. (Excepto, eso sí, cuando Irene u Osama logran ponerla en estado de coma.) Y eso es lo que repiten los noticieros: hace diez años que estas calles no lucían así. Días después de sobrevivir a un terremoto más ruidoso que dañino, la ciudad da una nueva oportunidad a los agoreros del Armagedón, muchos de ellos de acuerdo en que el final del mundo tendría que empezar por aquí.

3. Huracán que se duerme

Debe de ser efecto del morbo y sus expectativas catastrofistas, pero algo hay de dichosa decepción en la mañana seca del domingo. Contra todo pronóstico, la ciudad reaparece poblada de paseantes que disparan sus cámaras en todas direcciones. Unos se toman fotos al lado de los carros de bomberos o encima de los sacos de arena que están allí de adorno, por lo visto (o en fin, por lo no visto), si bien la mayoría se contenta con llevarse una imagen anticlimática de la Quinta Avenida medio vacía. En cuanto al Central Park, que a estas alturas bien podría ser un escenario sobrecogedor, sus visitantes han ido arrancando las cintas plásticas que prohibían el paso y ya se mezclan entre pájaros y palomas, animales mejor facultados que uno para pronosticar los cambios atmosféricos. Nada parece tan reconfortante como verlos volar entre ramas y bancas. Si según ellos todo sigue bien, respiro finalmente, ya podemos ir prescindiendo de los noticieros.

Hace dos días que la cama está deshecha, pero el caos se mira diferente cuando regresa uno de la realidad con la certeza clara de que mañana todo seguirá igual y el milagro de las calles repletas parecerá lo más normal del mundo. Irene, al cabo, nos ha puesto un plantón espectacular, igual que esos castigos que de niños temimos como al infierno y a la mera hora nunca se presentaron. Imposible medir la talla de este alivio. Ya lo dicen de pronto por aquí: la ausencia de noticias es de repente la mejor noticia.

No hay comentarios.: