lunes, junio 20, 2011

Entre libro y culebrón (Diario Milenio/Opinión 20/06/11)

No es el rosa, es la risa


“Comedias”, las llamaba mi abuela, y no solía perdérselas. Apenas si recuerdo la trama de un par de ellas, pero sí que me parecían interesantísimas, como todas las cosas que me estaban prohibidas por mi corta edad. Jugaba a cualquier cosa delante de la tele —cochecitos, soldados, canicas, estampitas— con tal de escuchar algo de cuanto acontecía en esos episodios cuyos protagonistas solían comunicarse en un español fuera de este mundo, por sí mismo bastante para dejarme en ascuas de la situación. Pero hablaban de amor, frecuentememente, y ya me preguntaba si para enamorarse tendría uno que emplear todo aquel arsenal de rebuscamientos francamente ridículos y desmedidos. Prueba de ello era que no podía yo echar mano de alguno sin que mi abuela misma los celebrara con unas carcajadas que me llenaban de íntima vergüenza. “¡Vete a jugar!”, me ordenaba con poca convicción, una vez que paraba de reírse y cobraba conciencia de la poca atención que yo ponía en mis juegos con tal de estar pendiente de las comedias.


Según los compañeros de la escuela, eso de ver comedias era cosa de niñas. Por eso las mirábamos a escondidas, y era también así que nos enamorábamos. Me recuerdo diciendo en voz bajita más de una de esas frases de cartón frente al espejo, mientras imaginaba la expresión de dichosa sorpresa de mi interlocutora: esa novia futura que a resultas de aquéllo se casaría conmigo, y entonces viviríamos ya por siempre dichosos. No otra cosa, al final, pasaba en las comedias, cuyos espectadores contaban de antemano con una garantía de justicia cuya inminencia daba sentido y justificación a incontables semanas de zozobra. ¿Cómo entender, no obstante, que en el mismo canal, ya entrada la noche, aparecieran otros programas de comedia cuyo único objetivo era hacer reír? Debió de ser por esa inconsistencia que las telecomedias se fueron convirtiendo en telenovelas, sin por ello mudar de contenido, cuantimenos de reglas y convenciones. Una telenovela es, en términos simples, una novela rosa llevada a la pantalla casera en episodios cuya elasticidad permite recortarla o extenderla según convenga a quienes la difunden y aburra o interese a sus espectadores: ficción configurable a la medida de las circunstancias.


El tiraje está en el aire


“¡Tengo entendido que muy pronto van a pasarla al aire en los Estados Unidos!”, me anunció un diplomático encumbrado no bien nos presentaron y dijo conocer una novela mía. “¡Lástima que los libros no se puedan pasar al aire!”, me apuré a responderle, con tan poco sentido de la diplomacia que el fulano se hizo humo en cosa de segundos. Todo lo cual jamás habría ocurrido si al de por sí inexacto término telenovela no se le hubiese recortado el prefijo merced a la pereza del uso corriente. Da escozor aceptarlo, ante las diferencias abismales que suelen ubicar a la telenovela en las meras antípodas de la novela, pues todo le interesa al novelista menos dar garantías a sus lectores y, horror de los horrores, aliviar su conciencia de antemano. “Pasar al aire” una obra literaria sería un acto tan espeluznante como escribir un libro a partir de una telenovela, pero es un hecho que buena parte del público —¿la mayoría, tal vez?— toma a los novelistas por telenovelistas, y viceversa.


Lo más fácil para los literatos suele ser denostar y volverle la espalda al trabajo del tejedor de culebrones. Son legión, entre los lectores exigentes, quienes afirman jamás haber visto una telenovela, con el orgullo que antes solía proveer la doncellez. Miente la mayoría, claro está, si las telenovelas son por definición fáciles y adictivas como un videojuego, y sin duda hay algunas bien construidas. Lo cierto, sin embargo, es que una teleserie de doscientos capítulos exige tantas horas de talacha incansable y con frecuencia ingrata que es raro el novelista a quien provoca envidia ese trabajo, como no sea por el agrio temita los honorarios. Negociar una trama con quien se haga preciso, sufrir el mangoneo de los productores, someterse al capricho perverso del rating y ver la propia historia recortada de acuerdo a criterios de tiempo y oportunidad son jodiendas que a nadie se le desean, menos aún desde la perspectiva del novelista: ese obseso egocéntrico en cuya producción ningún otro mortal mete las manos sin riesgo de que salgan amputadas.


Degenerando el género


“¡No soy tan soñadora!”, deslindóse una congresista mexicana en cuyas torpes zarpas ha caído unacomisión de cultura por la cual el erario le paga un dineral de sobresueldo, no bien le preguntaron si acaso lee novelas. La muy silvestre debe de imaginarse la obra de Carlos Fuentes salpicada de nombres compuestos, triángulos amorosos y frases rebuscadas donde no existe idilio que no triunfe sobre la adversidad ni villano que a la postre se quede sin recibir su entero merecido. Es de creerse que ella, como tantos palurdos ávidos de algún lustre social, busque ser percibida como persona seria y consecuente que no gasta un instante de su atención en esas fruslerías de las novelas, aunque probablemente viva o haya vivido al inquietante tanto de más de un culebrón inconfesable, dada su jerarquía culturosa.


No muy lejos de la cerril legisladora, el presidente y comediante Evo Morales se dijo hace unos días convencido de que “en un 60 o 70 por ciento” las infidelidades y los divorcios acontecen “por culpa de las novelas”. Cierto es que el pobrecillo se refería a las telenovelas, aunque a leguas se nota la ínfima influencia que han tenido los libros sobre su proverbial verbosidad, y ello explica la clara desconfianza que al hombre le merece la ficción como tal. ¿Y quién, que haga ficción culta o plebeya se atrevería a concebir un personaje así, capaz de superar a los protagonistas más irreales de las telenovelas menos verosímiles? ¿No es verdad que hay también quienes culpan a las telenovelas de la existencia y persistencia de paletos en tal modo elocuentes? ¿Dónde más que en una comedia involuntaria se topa uno con embajadores, congresistas y presidentes con esos atributos sobrenaturales? El dilema es muy simple: sólo queda reírse de tristeza o sollozar de risa. Que se jodan los géneros, ni más faltaba.

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