martes, abril 19, 2011

¿Ventrílocuo yo? (Diario Milenio/ Opinión 18/04/11)

En el momento menos pensado, el muñeco se adueña de la escena.

Puesto de otra manera, la ficción prevalece


1. La risa del intruso

Era casi la medianoche de aquel miércoles raro cuando me pregunté qué estaba haciendo en ese aeropuerto. No que no lo supiera, sino que de repente dudaba entre reírme y regresarme, mientras la banda negra comenzaba a moverse, decidida a traer nuestras maletas de camino a la aduana. Padecía, además, la incertidumbre propia de quien reservó un coche para rentar y nunca ha puesto un pie sobre esas coordenadas, de manera que ya me preguntaba cómo haría dar con Fort Mitchell, Kentucky, a unos minutos del estado de Ohio, en las meras afueras de Cincinnati. Y más que eso, de nuevo, por qué había tenido que ir tan lejos para encontrar a un buen presentador de la novela que aún no terminaba. ¿No tenía que estar encerrado chambeando, en vez de ir a meterme donde nadie sino el instinto me llamaba? ¿Era en serio el instinto, y no un mero capricho quien apuntaba en esa dirección?

Vent Haven ConVENTion, se anunciaba en el sitio web, donde asimismo quedaba bien claro que todos los novatos eran bienvenidos. Una vez hospedado en el hotel, tras unas pocas horas de sueño, acudí a la primera conferencia presa de una extrañeza aún mayor, pues he aquí que una buena parte de los asistentes se hacía acompañar de algún muñeco. Dos minutos más tarde, me tapaba la cara tal como lo había hecho la noche anterior, para disimular la risa entre nerviosa y regocijante que me daba volver a preguntarme qué demonios hacía en una convención de ventrílocuos. Allá en el escenario, un tal Dan Horn disertaba sobre las técnicas ideales para usar el micrófono, acompañado de otros dos muñecos que pronto se encargaron de transformar mis dudas en risotadas nuevas y por fin legítimas. En el peor de los casos, me animé hacia el final de la conferencia, pasaría cuatro días divertidísimos.

2. ¿Cómo me ve, Doctor?

Fue hasta la noche de ese primer día cuando vi por primera vez a mi presentador, sólo que en ese instante estaba sin cabeza. Tras unas cuantas conferencias y presentaciones, volví al puesto de venta del artista puertorriqueño Albert Alfaro, donde algo así como una veintena de muñecos convocaba la admiración de otros tantos curiosos y clientes potenciales. Fascinado a mi vez, fui recorriendo nuevamente los rostros elocuentes de aquellos engendrillos cuya entraña malévola y chocarrera asomaba al notorio preciosismo de su factura. Fue cuando me detuve en el Doctor, presa de alguna suerte de hechizo instantáneo. Era él, con certeza. No podía ser otro. Cerré los ojos para imaginarlo debutando en la FIL de Guadalajara y otra vez me ganaron las carcajadas. Pregunté por el precio al vendedor y regresé a mi cuarto presa de una cosquilla preocupante. ¿Tan serio era el asunto que iba a gastarme todo ese dinero en cumplir el capricho del instinto? Regresé varias veces, hasta que en una de ellas vi a un hombre regateando el precio del Doctor. Y eso sí que no lo iba a permitir.

La mañana siguiente desperté de un salto. No está uno acostumbrado a abrir los párpados y toparse de golpe con una mirada fija y una sonrisa perturbadora. Pocas horas más tarde, ya asistíamos juntos a la primera clase del VIP (Ventriloquist Intensive Program: un cursillo relámpago ofrecido por el famoso Pete Michaels), y ya esa misma noche practicábamos frente al espejo del baño. “Jamás dejen morir al muñeco”, aconsejaba Michael; de ahí el desplazamiento hacia el nosotros. Si pretendía que otros creyeran en verdad vivo al Doctor, tenía que empezar por creérmelo yo en todo momento, y eso era acaso lo más divertido. Un trabajo, por cierto, apenitas distinto del que desvela a quien escribe ficción. Ser otro y uno mismo, desdoblarse, anularse; dejar que sea el engendro quien tome decisiones y se exprese más allá de la propia opinión. Una delicia, al fin, y una aventura íntima que a su vez implicaba —no lo sabía entonces— motivos novedosos de zozobra. Una cosa es pensarlo y reírse, advertí, y otra muy diferente comprometerse con lo que a todas luces parece un despropósito.

3. La voz de la zozobra

Luego de presenciar actos tan poderosos como el del superestrella Jeff Dunham y hacer migas con varios de los convencionistas —obviamente equipados con un regocijante sentido del humor—, subí al avión cargando en la maleta de mano la preciada cabeza del Doctor, cuyo cuerpo dormía en el equipaje, y al llegar a mi asiento advertí que aquél era mi día de suerte, pues viajaba a mi lado nada menos que Sammy King. Luego de medio siglo en el negocio, con veinticinco mil presentaciones, diez años en el Crazy Horse de París y sabría el diablo cuántos en Las Vegas, Sammy sobrevivió a un problema cardiaco que ya no lo dejó ir adelante con Francisco Jones, el famoso perico mexicano cuyo acento perfecto delataba la otra nacionalidad del único ventrílocuo que iba y venía con todo y muñecos pilotando su avión particular. De Cincinnati a Salt Lake City, que era donde tendríamos que separarnos, Sammy me habló de historias y personajes míticos. Tony Bennett, Dean Martin, los wise guys de Las Vegas y la vida dichosa de un top performer en aquel paraíso del vive-como-quieras. Atendiendo al consejo del instinto, resolví que era aquélla una señal. Iría hasta el final con el Doctor.

Hace ya nueve meses desde la convención. A la mitad de abril de 2011, miro al doctor en ciencias incultas Enedino Godínez sentado una vez más en un cuarto de hotel —como suele pasarme con otros personajes, no fue fácil ni rápido dar con su nombre—, unas horas después de hacer pegar un brinco a la camarera. Ayer mismo subimos a nuestro sexto escenario, en el Festival Eñe en Lima, Perú, donde una vez más he sacado provecho al consejo de Sammy. No sufras demasiado con el guión, me dijo, las mejores ideas se le van a ocurrir al personaje. Cada vez que subimos, no obstante, al escenario, en vez de mariposas siento una marabunta en el estómago, como cuando uno lucha por encontrar el fin de su novela. ¿Cuántas presentaciones le tomó a Sammy King deshacerse de semejante ansiedad? Nunca lo consiguió, tal vez porque sin esa zozobra elemental su perico jamás habría abierto el pico ante el micrófono. ¿Es decir que otra vez y como siempre no hay aliado más fiel que el propio miedo? Esa sola certeza me devuelve la calma: a diferencia de quien lo maneja, no hay duda que el Doctor sabe lo que hace.

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