lunes, abril 25, 2011

Para correr al patrón (Diario Milenio/Opinión 26/04/11)

1. Y Donald se hizo MacPato


Vive a la defensiva, tanto que le incomoda la palabra concordia. Se ufana de decir lo peor de lo que piensa sin el menor tapujo o consideración, especialmente si le sirve para atacar al contrario. Su fama —él la llama prestigio, por más que sea hecha en casa— se alimenta de conflicto y crueldad: necesita adversarios para aplastar, y si es posible el mundo entero de testigo. Es capaz de organizar una pelea por el campeonato mundial de peso completo sin bajar de penthouses y helicópteros, y de paso mandar colocar mantas con leyendas donde “la ciudad” le agradece su magnífico trabajo. De joven le halagaba que hablaran de él como el prototipo universal del yuppie; muy rara vez perdía oportunidad para comparar sus fiestas con las de su amigo, el billonario y traficante de armas Adnan Khashoggi (“¡Ya merito lo alcanzo!”, se jactaba). Es un gurú mayor para los nuevos ricos y un payaso irritante según los de abolengo, pero es desde las otras clases sociales que se le reverencia por el milagro de transformar los sueños en apetitos. Es el sobrino que habría querido Rico MacPato, y a estas alturas es casi tan irreal como el pato impostor que lleva su nombre. Vamos, apostaría a que desde pequeño Donald Trump sintió celos de ese bípedo perdedor e improductivo.


Releo la línea inmediata anterior y temo que he caído redondo en su juego. Nada quisiera más un personaje como Donald Trump que verse disputando popularidad al club de Mickey Mouse, de ahí que casi todo lo que sabemos de él resulte justamente hechura suya. Se le ve como él quiere que se le vea, y ello en su posición ha sido tan sencillo, y aún así laborioso, como dar rienda a suelta a su mal gusto y comprarse una imagen a partir de él. Nada muy novedoso, más allá de un cinismo descarnado con ciertas ínfulas de savoir faire. La realidad supuesta de Donald Trump apenas se distingue de los sueños de riqueza de Violinista en el tejado. No por nada el primer mandamiento del nuevo rico es que nadie se quede sin saberlo.


2. Agredir sin arriesgar


Si como bien se ha dicho la riqueza no puede ocultarse, la megalomanía es tan notoria que detrás de ella caben infinitos secretos. Donald Trump, que por lo visto sueña con cualquier día despertar convertido en el Silvio Berlusconi americano, se ha ocupado de hablar lo bastante mal de sí mismo para evitar con éxito la competencia. Se sabe, sin embargo, que en los negocios es un hombre agresivo y conservador. Cualidades que a la distancia se antojan constructivas y juiciosas, pero que igual le sirven buitre que al halcón para hacer su trabajo. Es fácil dar por hecho que a Trump le agradaría mirarse como halcón, pero quienes se han visto avasallados por su famoso poder de negociación lo ubican más cercano a otra clase de aves. ¿Qué de raro tendría, finalmente, que el empresario de los grandes casinos no quisiera jugar más que con su baraja?


He ahí quizás la esencia del Trump Power: la imposición del hecho consumado. El triunfo por nocaut, sin más apelación. Así es porque así quise, y ni le muevas. Es lo que hay. Demándame. Hazle como quieras. Si la ciudad no está de acuerdo en agradecerme, yo lo hago en su lugar a través de terceros y paleros, aunque después se sepa la verdad. ¿Qué más da la verdad, con toda esa marmaja por delante? Si de verdad se trata, vale más ajustarse al hecho consumado, ¿o tú qué harías en mi lugar? La gracia del magnate populista, experto en reclutar y adiestrar lambiscones de toda calaña y procedencia, es saber ubicar al pobre en sus zapatos, por más que se interpongan los callos de rigor. ¿Quién, que admire o envidie con ganas a Don Trump, no querría ver sus propias debilidades reflejadas en él, y acaso entonces suponerse capaz de tener su fortuna y comportarse, cada vez que se ofrezca, como un rufián grosero, desdeñoso, prepotente y fanfarrón?


3. Un manual de Carreño para el señor


No debería extrañar que un hombre del perfil de Donald Trump se permita soñar con ir a dar a la Casa Blanca. Basta con asomarse a YouTube y leer los comentarios que pergeñan sus hinchas, al pie de los videos donde se esmera en ser desagradable para mejor atraer la risa fácil de un público que aplaude incondicionalmente cada una de sus inauditas patanerías. Si alguna comediante cuestiona sus maneras, Trump no tiene el menor empacho en declarar al aire que siempre la ha creído una degenerada. Contra Obama ha lanzado una campaña ruin, a partir de calumnias que cuestionan su nacionalidad. No necesita tener la razón, si todo lo que quiere es la victoria. Su orgullo es atacar, doblegar, prevalecer, a cualquier precio y por todos los medios. ¿Y no es el mismo sesentón galante del peinado de casco amarillento quien da su voz e imagen a la caricatura de verdugo corporativo que le ha hecho mundialmente famoso a través de un programa —El aprendiz— donde su mérito más reconocido es el de echar empleados a la calle sin el menor miramiento, espectacularmente? ¿Qué pobre miserable, a estas alturas, no ha soñado con privilegios así?


Nadie sabe mejor que SuperTrump de las incalculables ventajas competitivas que da el haber sido rico toda la vida y aún así comportarse como un pobre diablo. Para un místico de la desvergüenza, la ostentación de las zonas oscuras y los defectos menos presentables equivale a una exhibición de poder. Cada vez que el magnate abre las fauces para soltar alguna perla de crueldad innecesaria —cierto que es ingenioso, aunque nunca elegante— sus hinchas se apresuran a celebrarlo, como si fueran socios de sus empresas o compitieran ya por una plaza de capataz. Lo miro una vez más y de nuevo lo encuentro poco menos gracioso que repelente. Lo imagino sentado en la Oficina Oval, gritoneando delante del cuerpo diplomático y un batallón entero de misses y modelos. Y ya que no es posible citarlo o describirlo, menos aún sentarse a imaginarlo sin caer fatalmente en su juego, en lo que a mí respecta lleva toda la vida despedido.

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