lunes, diciembre 27, 2010

Agassi y la autovivisección (Diario Milenio/Opinión 27/12/10)

Memoria de condena


A veces, un buen libro es capaz de estropearte el día entero. Tiene uno sus planes, o su agenda, o cuando menos un par de pendientes de los que en modo alguno podría sustraerse, pero he aquí que el libro le persigue como la sombra de un ardor en curso y mal puede hacer foco en otra cosa. No vayamos más lejos, ahora mismo estas líneas sufren las zancadillas recurrentes de un libro que me invita a abandonarlo todo por volver a sus páginas, de modo que me veo obligado a negociar con él y traerlo hasta acá, con tal de que no acabe de soltarlo mientras se van sumando los párrafos. Basta uno de estos libros pegajosos para que de la noche a la mañana —dormirse tarde por seguir leyendo, despertarse temprano para leer— el lector fascinado se vuelva poco menos que predicador, y quién sabe si no algo muy similar a un vendedor de biblias. Y esto es lo que ahora mismo me sucede con Open, de Andre Agassi.

He de admitir que lo tuve por no sé cuántos meses, amontonado en esa lista de espera de la que algunos salen sin haber sido abiertos por motivos que yo tampoco entiendo. Había leído unos cinco, seis párrafos, y ya desde el tercero el protagonista confesaba su odio profundo por el tenis, en medio del calvario cotidiano que precede a un partido más de su carrera, el último quizá. Cerré el libro y lo puse a reposar. Ya llegaría la hora en que nos entendiéramos. Tres recomendaciones más tarde, volví sobre el principio de lo que ya sabía no era una autobiografía edificante, como se esperaría de un campeón con tamaña trayectoria, sino algo similar al testimonio de un desgarramiento. El tenis como puerta de entrada del infierno. El tenis como cárcel para niños. El tenis como puerta de salida del infierno. Una suerte de pesadilla entrañable que no tarda en tomarlo a uno por rehén a golpes de ojo clínico, ironía y honestidad brutal, entre otras cualidades de efectos respingones.

Sarcasmo y cicatriz


Había comprado el libro luego de ver uno de esos partidos entre celebridades donde el tenis suele ser lo de menos. De un lado, Federer y Sampras, del otro Nadal y Agassi, cada uno equipado con diadema y micrófono, de modo que pudiera comentar en voz alta las jugadas y contribuir así a un espectáculo quizá no tan pequeño como era de esperarse, básicamente gracias a las ocurrencias sarcásticas de Agassi. Si al menos una parte de esa impiedad desfachatada se había colado en su autobiografía, seguramente sería deleitosa como un episodio de Californication, me animé en el proceso de compra electrónica, sólo que en vez de retratar la vida de un novelista contaría la historia de un gladiador. Es decir, ya no tanto la de un héroe como la de un guerrero forzado. Y era eso, finalmente: un parte de guerra, escrito en colaboración con J.R. Moehringer, donde no obstante salta línea tras línea esa visión sardónica, implacable, agridulce del hijo predilecto de Las Vegas que ya odia al tenis antes de aprender a jugarlo.

Bastaría el relato de su infancia para dar a esta historia por extraordinaria. Quien haya visto a alguno de esos padres monstruosos empeñados en diseñar un hijo a la medida de su megalomanía, puede ya imaginar la clase de vida que lleva un niño condenado a vivir en una casa en el desierto equipada con cancha de tenis, y en tanto eso pelear todos los días contra una máquina que le escupe decenas, centenares y miles de pelotas, a lo largo de horas y horas de tortura supervisada por un padre neurótico que remedia el error a través del terror. Una voz que lo instruye o lo reprende pero jamás lo elogia, siempre detrás del hombro, como una prótesis de la conciencia. O como un dios violento, insaciable y mandón que destruye a quien no consigue complacerlo.

El autopaparazzo

“Dicen que estoy tratando de cambiar el juego”, se defiende, ya entrado en la adolescencia y el profesionalismo, y por tanto a distancia de su verdugo. “De hecho, estoy tratando de evitar que el juego me cambie a mí.” Más que la de su vida, se diría que Agassi cuenta la historia de esa resistencia. Donde el juego suele abarcarlo todo, de lo que ocurre estrictamente en la cancha al último resquicio de su vida privada, contaminado por la misma ansiedad: odiar lo que uno hace y hacer lo que uno odia, ya sea para alcanzar el número uno del ranking mundial o para despertar al lado de Broo-ke Shields. Imposible ignorar —cierto es que se disfrutan malsanamente— las pinceladas de finísima ironía con las que el narrador retrata a su ex esposa, basado únicamente en citas literales de ciertos comentarios descorazonadores. Cada vez que la actriz de La laguna azul convence a su marido de viajar a otra isla paradisiaca, ya sabemos que va a ser un suplicio. Porque bien reconoce el de la voz que en ciertas situaciones le puede más el cool que la caballería.

Agassi con su imagen de chico malo a cuestas. Agassi atormentado jugando la final de Roland Garros con el peluquín mal puesto, temiendo mortalmente que se caiga y destroce su carrera. Agassi que resiste, aunque no siempre, la cosquilla punzante de perder un partido a propósito. Agassi seducido por el hechizo de la metanfetamina. Agassi descubierto y perdonado por intermedio de una buena mentira. Agassi resurrecto, reinventado, rebobinado. En todo caso, siempre, Agassi crudo. Mitad sin maquillaje, mitad engalanado por una escrupulosa cirugía verbal que permite asistir a su autobiografía como a una rara mezcla de novela intimista ythriller atlético, Agassi se le vuelve a uno entrañable a fuerza de cumplir con su palabra. ¿O es que no se le mira abierto hasta la médula? ¿No parece su Open, a todo esto, antes la biografía de un boxeador que la de un tenista? En todo caso, no lo puedo soltar. Tengo esta sensación de match point en mi contra que me obliga a seguir tirando puñetazos. Pura épica íntima, no faltaba más.

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