miércoles, noviembre 10, 2010

No deberías decir mentiras (Diario Milenio/Opinión 09/11/10)

Entre el antes y el después hay una larga hilera de hormigas negras.

Había estado en el hospital por días o por semanas, nunca lo supe bien. Pero al salir, justo mientras arrugaba los ojos debido al brillo del sol, me fue fácil adivinar que el mundo era, en realidad, distinto. El lustre sobre las hojas de los árboles. Tremendamente azul, el cielo. Un aire muy delgado frente a la nariz. Había vivido entonces lo suficiente como para saber que los cambios, al menos los que son verdaderos, ocurren sin explicación alguna y, con frecuencia, sin transición. Un estallido en lugar de una lenta evolución. Una crisis súbita. Un parpadeo.

En eso pensaba cuando sentí el primer jalón en la parte inferior del pantalón. Había adelgazado mucho durante mi estancia en la institución de salud y la ropa que me habían entregado al final, con toda seguridad la que había traído puesta al llegar, me quedaba grande. Era una verdadera vergüenza pero poco o nada podía hacer al respecto. Mi cuerpo era una colección de huesos, eso era cierto. Una gran concavidad donde alguna vez estuvo el abdomen. Las puntiagudas crestas ilíacas. Los nudillos protuberantes en todos los dedos. Vi todo eso y mi barba de días antes de decidirme a dar el paso que me sacaría de manera definitiva del edificio blanco. Respiré hondo, me coloqué los lentes y crucé el umbral. Entonces fue que me dí cuenta de la metamorfosis del mundo y entonces pensé en la catástrofe. Ahí fue cuando apareció ella.

Al inicio pensé que era un juguete al que había arrollado sin advertirlo. Luego creí que se trataba de alguna mascota que alguien había olvidado sobre la banqueta. No fue sino hasta que la levanté por la parte posterior de su vestido y la coloqué, después, sobre la palma de mi mano que tuve que aceptarlo: estaba frente a una mujer increíblemente pequeña. Al menos así me pidió que la llamara. Un ser extraño.

La observé, naturalmente. La observé por mucho rato. Los días en el hospital me habían dejado débil y las alucinaciones suelen ser frecuentes en pacientes que han estado bajo los efectos de la anestesia de manera prolongada. Me sonreí. Le agradecí a algo o a alguien que mi delirio no hubiera producido monstruos alados o fosas comunes o montones de cucarachas. En lugar de todo eso, pequeña y cariacontecida y justo sobre la palma abierta de mi mano, estaba una muñeca de vestido azul y zapatos altos.

-Puedes llamarme La Increíblemente Pequeña, si gustas- había dicho a manera de saludo mientras entornaba los ojos.

Me volví a ver el cielo en busca de refugio. Me reí de mí mismo. Iba a sacudir la mano para verla caer pero, en el último momento, reconocí algo en su rostro. Sus ojos inexpresivos, su nariz respingada, los labios carnosos. El cabello tal vez. La manera en que unas ondas castañas y tupidas caían sobre sus hombros. La certeza era de color blanco y me inundó la cabeza y no me dejó ver nada más.

-Tú y yo alguna vez dormimos juntos- murmuré. El sonido de mi propia voz me causó desconsuelo o bochorno. Ella alzó el rostro, sin entender. Juro que en ese momento apareció una especie de rubor sobre sus mejillas. La sonrisa de la indefensión o de la ignorancia. Las ganas de desaparecer.

-Nada sexual -aclaré, y mi voz, entonces, volvió a causarme bochorno o desconsuelo, o ambas. Fue cuando empezaron las bombas en la ciudad -farfullé-. Había más personas en el suelo, quiero decir. Y tú eras de otro tamaño -atiné a explicar al final, carraspeando.

Fue difícil reconocer el ruido de las balas al inicio. Las ráfagas aparecieron de la nada y me dejaron sordo. Sólo supe qué hacer cuando vi lo que hacían los demás: correr despavoridos buscando alguna forma de refugio. Sin pensarlo, obedeciendo a instintos más bien automáticos, coloqué a la Increíblemente Pequeña dentro del bolsillo de mi suéter y avancé en la misma dirección que los demás. Y eso es, en tantas ocasiones, el amor. Corrí por mucho rato. Corrí sin mirar atrás. No guardaba recuerdo alguno del bosque en que me interné cuando el sudor escurría ya a chorros por la columna vertebral y la respiración me ardía en las membranas del esófago. Me detuve, exhausto, bajo la fronda de un árbol gigantesco. Un verde así. La mano sobre la textura rugosa del tronco inmemorial. La cabeza inclinada hacia el suelo. La saliva, cayendo. La hiel. Supongo que me desmayé.

Lo primero que vi al abrir los ojos fue la larga hilera de hormigas negras. El antes y el después. Avanzaban de manera incesante y veloz y en línea recta. Todas venían hacia mí. Directo hacia mis ojos. Vistas desde el suelo, a una distancia que se antojaba ominosa, daban la impresión de ser prehistóricas. 110 o 130 millones de años o más. El cretáceo. ¿Llevaba en realidad todos esos años ahí? No tardaron mucho en rodear un cuerpo que yacía con los brazos abiertos y las piernas flexionadas sobre las hojas de un bosque muerto. La Increíblemente Pequeña se sentó entonces sobre mi pecho. Me vio como si observara algo inhumano a través de un microscopio.

-Vas a morir -me dijo con una voz muy pacífica: la voz de la persona que registra un dato, uno ente tantos otros. Uno entre muchos-. Pero no deberías decir mentiras.

Movió la cabeza de izquierda a derecha, lentamente. Luego se levantó. Sacudió un polvo imaginario de su vestidito azul y me dio la espalda. Poco después sentí cómo avanzaba sobre mi esternón para caer, luego, en la concavidad del abdomen. Una resbaladilla. Se introdujo así bajo la pretina del pantalón. Evadió con destreza mi sexo flácido, mi escroto. Continuó su camino por el muslo izquierdo, el promontorio de la rodilla, hasta arribar al tobillo. Entonces se salió de mí.

Cuando los paramédicos me introdujeron a la ambulancia no supe qué decir. Tenía una sed atroz. Unas ganas enormes de huir. Quería verla. Quería decirle que, a veces, el deseo. Que la piedad.

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