martes, septiembre 14, 2010

Luz María Dávila / I (Diario Milenio/Opinión 14/09/10)

Hace aproximadamente siete meses, las palabras con las que Luz María Dávila imprecara al presidente Calderón le dieron la vuelta a la nación. Apenas unos días antes, en lo que todavía se denomina como una “equivocación”, un comando había asesinado a 17 jóvenes que participaban de un convivio en Villas de Salvarcar, una colonia en el suroeste del centro urbano más peligroso de México, si no es que del mundo entero: Ciudad Juárez. Dos de esos jóvenes eran sus hijos: Marcos y José Luis Piña Dávila, de 19 y 17 años de edad respectivamente. Sus únicos hijos. Los piñitas; así les decían. La reacción de Luz María Dávila ante su pérdida personal y el dolor colectivo no sólo me conmovieron como a tantos otros sino que también me hizo sentir una especie de sedimentado orgullo por ser conciudadana de esa mujer que, como Antígona, no se amedrentaba. Admiré, pues, de entrada, su valentía. Usted no es bienvenido, señor Presidente. Yo no le doy mi mano. Y luego, a medida en que desdoblaba su lenguaje, admiré incluso más su dignidad. Ya lo decía Borges: Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas corresponde a la victoria.

La noticia de la masacre, una más en una escalada de violencia que no ha dejado de aumentar desde que el presidente Calderón impusiera unilateralmente una guerra del todo fallida sobre el país, dejó impávidos a muy pocos. Luz María Dávila, una trabajadora de una maquiladora de bocinas, había pronunciado palabras que, siendo como eran poderosas y trémulas, también eran básicas y certeras. Por esa razón, decidí entonces resaltar esas palabras suyas, mezclándolas con las de Sandra Rodríguez Nieto, una de las periodistas que reportó los eventos; así como con algunos adjetivos de Ramón López Velarde, el poeta que releía por enésima vez en ese entonces. Lo que resultó de ese primer encuentro apareció en mi blog el 12 de febrero. El texto respondió al título de La Reclamante: Discúlpeme, señor Presidente, pero no le doy/ la mano/ usted no es mi amigo. Yo/ no le puedo dar la bienvenida/ Usted no es bienvenido/ nadie lo es.// Luz María Dávila, Villas de Salvarcar, madre de Marcos y José Luis Piña Dávila de 19 y 17 años de edad.// No es justo/ mis muchachitos estaban en una fiesta/ y los mataron.// Masacre del sábado 30 de enero en Ciudad Juárez, Chihuahua, 15 muertos.// Quiero que usted se disculpe por lo que dijo/ señor Presidente, que eran pandilleros…/ ¡Es mentira!/ Uno estaba en la prepa y otro en la UACH;/ no estaban en la calle,/ estudiaban y trabajaban.// Porque aquí/ en Ciudad Juárez, póngase en mi lugar// Villas de Salvarcar, mi espalda, mi fulmínea paradoja// hace dos años que se están cometiendo asesinatos/ se están cometiendo muchas cosas// cometer es un verbo fúlgido, un radioso vértigo, un letárgico tremor// se están cometiendo muchas cosas y nadie hace algo./ Y yo sólo quiero que se haga justicia,/ y no sólo para mis dos niños// los difuntos remordidos, los fulmíneos masacrados, los fúlgidos perdidos// sino para todos. Justicia.// Encarar, espetar, reclamar, echar en cara, demandar, exigir, requerir, reivindicar.// ¡No me diga ‘por supuesto’, haga algo!/ Si a usted le hubieran matado a un hijo,/ usted debajo de las piedras buscaba al asesino// debajo de las piedras, debajo de piedras, debajo de// pero como yo no tengo los recursos// limosnas para las aves, mis huesos/ mi carne/ de tu carne mi carne// póngase en mi lugar, póngase/ mis zapatos, mis uñas, mi calosfrío estelar// no los puedo buscar porque no tengo/ recursos, tengo/ muertos a mis dos hijos.// Byagtor: entierro a cielo abierto que significa literalmente “dar limosnas a los pájaros”.// Tengo mi espalda. Mi lágrima. Mi martillo./ No tengo justicia. Póngase/ en su sitio: Villas de Salvárcar, ahí/ donde mataron a mis dos hijos.// Usted no es mi amigo, ésta/ es la mano que no le doy, póngase/ Señor Presidente/ en su lugar, le doy/mi espalda// mi sed, le doy, mi calosfrío ignoto, mi remordida ternura, mis fúlgidas aves, mis muertos// Y la mujer bajita, de suéter azul, salió del salón limpiándose las lágrimas.

En aquel entonces no sabía yo que una casualidad me llevaría a conocer personalmente a Sandra Rodríguez en la Ciudad de México y que, todavía un poco después, sería invitada a participar en un festival literario que me llevaría de regreso a Ciudad Juárez y, en consecuencia, a Luz María Dávila. En aquel entonces yo no sabía que, ante la insistencia de la pregunta acerca de los héroes del bicentenario, terminaría pensando en la conducta de esa mujer bajita de suéter azul como una que recupera, concentrándolas, siglos enteros de esas tradiciones de resistencia popular que han mantenido al país a flote ante la ineptitud de sus gobernantes. En aquel entonces no sabía yo, pues, que regresaría a su casa a preguntarle: Y a siete meses de su pérdida que es nuestra, Doña Luz María, ¿qué le diría usted ahora al Presidente?

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