martes, junio 22, 2010

La ausencia del ubicuo (Diario Milenio/Opinión 21/06/10)

Memoria en retirada

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Son las diez de la noche en la esquina de Altavista y Periférico. Sé, por uno de los semáforos peatonales, que la luz verde tardará poco menos de treinta segundos en encenderse, y así me doy el tiempo de cerrar los ojos, ir hacia atrás y contemplar la escena entonces cotidiana de cuatro, cinco, seis mordelones apostados allí, con sus Harleys anchísimas, tomando turnos para salir zumbando cuesta abajo tras la huella del próximo bólido. Cuesta trabajo imaginarlo ahora: los carriles internos semivacíos, el descaro de los perseguidores (sus maneras finísimas, su autoridad omnímoda), los avisos en cada paso de peatones que establecían la velocidad fija, o máxima en su caso, para cada carril. Pasan quince segundos, suelto el clutch y acelero, a la salud de aquellos tamarindos que ya no están aquí para agarrarme. Llueve, además. Nadie querría mojarse, ni por negocio. Por otra parte, apenas logro concentrarme. No acabo de creerme que es la noche de un sábado y voy al funeral de Monsiváis.

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Detesto los velorios, no porque sean tristes ni porque haya un cadáver presente, sino por ese clima de pasmo y desconcierto que tiene a todo el mundo soltando frases hechas a diestra y siniestra. Qué desgracia sería poder asistir uno a su funeral, así fuera en espíritu, y presenciar el horrendo espectáculo del principio de su posteridad. Es decir, los primeros pasos del olvido. ¿Alguien recuerda ya, cuando menos en low definition, cómo era este país hace treinta o más años? Conforme la memoria de las computadoras se incrementa geométricamente, uno va deshaciéndose de la propia. Nada más anticuado que recordar los números de amigos o parientes o clientes, hoy que hasta el más rascuache de los celulares puede hacer eso y más en nuestro lugar. Uno, además, recuerda olvidando. Los hechos se deforman, las palabras se borran o se sustituyen, las fechas se traslapan. Pienso en un libro: Días de guardar.

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El tamaño del hueco

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Insisto en preguntarme cuántos de los lectores de aquellas páginas serán capaces de recordar, así sea con la imaginación, el país donde fueron escritas. Dudo contarme entre ellos, por eso voy ahora recorriendo Insurgentes y al pasar por el Sears me paro en el semáforo, cierro los ojos y miro de nuevo al Santa Claus de la vitrina que tanto me gustaba cuando niño. Recuerdo entonces la aversión que sentía por la idea de un día hacerme adulto. Detestaba la idea de crecer para encontrar lugar en aquel mundo grave, solemne y aburrido donde todos jugaban a decir mentiras. En la televisión y los libros de texto se nos hablaba de un país libre, justo y democrático, mientras nuestros mayores aseveraban en privado lo contrario. No faltaban, de pronto, las historias tétricas alusivas al caso de tal o cual valiente que se fue de la lengua y acabó preso o muerto o desaparecido. Se asumía, por puro sentido común, que el Gobierno, un gigante egoísta y todopoderoso, tenía el oído agudo y el brazo fuerte, y que sus encumbrados representantes podían ejercer al propio tiempo de patriarcas y gángsters. Crecer, así las cosas, sugería no tanto la perspectiva de responsabilizarse como la de aprender a corromperse.

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Al dar vuelta en Reforma me pregunto qué haríamos los chilangos sin tamaña avenida. Lo cual no es sino un modo extrapolado de calcular el peso de la ausencia presente. ¿Habrá alguien que recuerde, por ejemplo, cuáles eran las tiendas de la calle de Tíber cuándo ésta aún tenía camellón? ¿Había tiendas, siquiera? ¿Cómo sería el mundo prebeatleano donde Monsi terminó su precoz autobiografía declarando sonoramente que tenía veintiocho años y no conocía Europa? A juzgar por el filo y el calibre de la sorna, ese México tuvo que ser insoportable. Y la gente se olvida de esas cosas, no hay placer ni dolor que se quede tal cual en la memoria. Por eso es tan difícil explicar el duchazo de agua fresca por el que ciertas palabras valían en mitad del pantano de simulaciones en el que transcurría la vida adulta, una vez que arribábamos a ella y los peores temores cobraban cuerpo. Cuando me vi estudiando Ciencias Políticas y observé que ya varios de mis compañeros ensayaban la pose y engolaban la voz, me protegió de aquello menos la integridad que el pavor al ridículo. Habría preferido dedicarme a ladrón de gallinas antes que aparecer un día como protagonista de Por mi madre, bohemios.
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Sáquenme de estas honras

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Es la tercera vuelta que le doy al Museo de la Ciudad de México y no encuentro un lugar para dejar el coche. Eso sí, hay policías en todas partes. Lo cual me tranquiliza un poco más de lo que me inquieta, hoy que el mundo no es tan irrespirable como en los años en que Monsiváis se hizo Monsiváis y vivió concentrado en el quehacer gratísimo de abrir ventilas. Una vez que he logrado estacionarme, voy al único sitio de la ciudad donde el homenajeado no querría estar. Y como es de esperarse reina adentro un ambiente de irrealidad. ¿O esperan que me crea que dentro de esa caja tan fotografiada yace el dueño de aquella memoria enciclopédica que lo guardaba todo, aún a su pesar? ¿El que vivía alerta y estaba en todas partes y hasta en los aeropuertos sacaba la libreta, siempre más ocupado que un francotirador en un campanario? Me cuentan de un aplauso de media hora, mientras escucho a cientos de entusiastas que ya entonan el himno nacional y puedo ver a Monsi huyendo de la escena, no sé si por pudor o por hastío.

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No podría decir que fuimos amigos, pero al probar de nuevo el aire fresco y andar a solas de Uruguay a Mesones me vuelve a la memoria la mañana en que volamos juntos de Tijuana al DF y hablamos largamente de canciones y películas. Se las sabía todas, literalmente. Decía que era un esclavo del periodismo, pero me pareció un dichoso rehén de la Monsiclopedia. La clase de individuo para quien una vida nunca será bastante. Le pregunté a qué edad conoció Europa, y hasta hoy descubro que olvidé su respuesta. ¿31, 33? Qué memoria. Subo al coche, doy vuelta en Pino Suárez y acelero hacia el sur, resignado a que pase mucho tiempo para que crea y asuma que en la Ciudad de México ha dejado de haber un Carlos Monsiváis.

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