lunes, febrero 15, 2010

Contra la identidad (Diario Milenio/Opinión 15/02/10)

1. Una velada de fado
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La mujer se llama Piedade Fernandes y en su voz hay un filo que se abre paso entrañas adentro. El lugar es pequeño, lo bastante para que no hagan falta los micrófonos y una conversación impertinente resquebraje el hechizo por todos compartido. Menudean entre los callejones del Bairro Alto de Lisboa los bares presididos por divas del fado, pero una vez adentro de la saudade trémula uno tiende a creer que está en el único, acaso por el sentimiento de contacto de la voz que echa raudas raíces en quien se deja avasallar por ella. Hay una identidad en el dolor cantado cuyo magneto no puede rehusarse; o será que intentarlo parece canallada para quien fue tocado por su sortilegio y ya se mira dentro de la historia. Identidad: qué término tramposo.
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Nada más terminar de hacer lo suyo, Piedade —alta, de ojos profundos y una larga melena castaña— se detiene en cada mesa para ofrecer su cd a cambio de 15 euros. Casi nadie resiste, y nosotros tampoco. Mientras escribe la dedicatoria y pregunta por sendas procedencias, levanta la cabeza y me interpela: ¿México? Promete entonces algo así como un bolero, no bien regrese al pequeño escenario que comparte con dos guitarristas espléndidos. Una hora más tarde, tras el paso de tres fadistas en hilera y el silencio final de un pelagatos que insistía en perorar en mitad del ritual, Piedade vuelve al púlpito de las pasiones con un regalo oculto en la garganta. Tres fados más allá, toma aire y hace nuestro lo prometido: Si tienes un hondo penar, piensa en mí... ¿Qué hacer ahora con las ganas de llorar que toman por rehén a la añoranza? ¿No es cierto que este fado que no es fado comete un obvio abuso de autoridad? Miro en torno y encuentro ojos mojados. Una vez vulnerada la pureza del fado, una empatía honda recorre la epidermis de cantidad de extraños que por ese solo hecho ya cesaron de serlo. Una vez en la calle, a medianoche, Lisboa abre los brazos, como quien se ha rendido a la evidencia.
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2. Entre tacones en Triana
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El tablao se llama El Arenal y tiene fama larga de genuino. Luego de padecer en otras latitudes imitaciones zafias destinadas al gozo fácil del borracho, la aparición de la primera bailaora —una silueta teñida de rojo, plena de autoridad sobre dos pantorrillas que de aquí a unos minutos serán inolvidables— vuelve todo lo previo nebuloso y es como si no hubiera antes ni después. Los tacones martillan sobre los sentidos, las palmadas se enciman en el cante hasta que de repente ya no hay sino temblor. Y uno, que no es gitano ni torero ni ha pisado jamás un país árabe, se mira dentro de esta intensidad cual si de siempre hubiese pertenecido a ella. ¿Bastan acaso varios versos de Lorca y unas cuantas películas de Saura para encontrar identidad aquí? No lo sé, no me importa. De pronto se me ocurre que manejamos a lo largo de los trescientos y tantos kilómetros que separan a Lisboa de Sevilla sólo para buscar este momento. Esto es, para encontrarnos en lo profundo y preguntar de nuevo: ¿Quién soy yo? ¿Qué diablos hago aquí?
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Una vez que el espectro cumplió su cometido y no sin el pesar propio del abandono acepta uno el arribo del fin de la función, toca aguantar las ganas de entremeterse hasta los camerinos y abrazar a los diez, doce oficiantes que pusieron el suelo a temblar. Dos bailaores, tres bailaoras, los demás voz y palmas. Nada que no conozca de algún modo, pero insisto en que nunca antes vi algo así. Hay asimismo en cantidad de ojos un brillo palpitante de perplejidad. Nadie acaba de creer lo que acaba de ver, ni es fácil atribuir estos extremos tan sólo al impecable profesionalismo de los ejecutantes; pobre del que reduzca todo este tremebundo acto de amor a un asunto meramente turístico.
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3. Cruzando el Mediterráneo
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No sé cómo se llame este bar, ni logro establecer cómo fue que llegamos entre todo este caos. Solamente cruzar de Algeciras a Tánger implica un extravío lo bastante movido para perder incluso la noción del tiempo. Entre las multitudes de la Avenida Pasteur, los cafés sin mujeres —sólo decenas de hombres a los que no comprendo— y los meandros que llevan al mercado cercano a la Kasbah, caímos en el bar atraídos por su música, como quien busca cura para la confusión. No bien hemos entrado, ya un par de camareros nos abruma con platos repletos de pescado, verduras, habas y sabrá el diablo qué otros coadyuvantes de una hospitalidad que no admite reservas. Compartimos la barra y al cabo el vino con un ruidoso grupo de franceses que se toman en serio la fama liberal de los marroquís. Uno de ellos, por cierto, celebra ya el inicio de San Valentín al lado de una chica local cuyo escote es noticia en todo el bar. Si allá afuera menudean caftanes y chadores, en este bar reina la desinhibición. Nada, de hecho, parece tan procedente como el imperativo de bailar entre las mesas —seis en total: el lugar no contiene más de setenta metros cuadrados— al ritmo de la orquesta de dos hombres sobre un parapeto armados nada más que de un par de teclados y un micrófono. Una suerte de música electrónica mediterránea repleta de fantasmas saharianos. Se diría que es un fiestón de bolsillo.
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Cuesta mucho creer, a estas alturas, que aún haya quien se mire desvelado por ese tema necio de la identidad. En unos cuantos días me he visto mexicano, lisboeta, sevillano y marroquí, al lado de una brasileña que ha sufrido las mismas transformaciones sin dejar un instante de ser todo lo que es. Ahora mismo, de vuelta de una mezquita donde fui musulmán por diez minutos, menos que nunca consigo entender el miedo pueblerino de quien cree amenazada su identidad o llora por su pobre cultura penetrada, en el nombre de una pureza inconcebible. ¿Pureza? Pura madre, ladies and gentlemen. Y que siga la música.

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