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En un medio literario donde lo más común es que las Lolitas (las muchachas, se entiende) no tengan voz, es de por sí interesante que la joven narradora que pasa una corta temporada en Londres, viviendo en la casa de una tía y enamorándose de un poeta mexicano, la tenga. Todavía más interesante resulta que la joven narradora utilice a la poesía muchacho (en sentido estricto: del ex-muchacho) como una especie de muso inspirador: la pista de despegue que, una vez recorrida a la velocidad adecuada, se convertirá en una cinta oscura en la lejanía terrestre. Entiéndase: son las letras de él las que dan inicio a cada capítulo, pero es la escritura de ella la que tiene la última palabra en cada apartado. Tal vez por eso la historia, que es una historia de amor más bien convencional para los integrantes de las clases medias, contiene sin embargo momentos más bien escasos en la literatura nacional. Casi todos ellos tienen que ver con el cuerpo. El cuerpo de ella.
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El relato da inicio en noviembre y en las calles londinenses (de ahí que la mañana sea gris, se entiende), donde un pequeño grupo de amigas avanzan para dirigirse a una casa donde comerán algo. Como en las escenas de arribo antropológicas, apenas unos tres párrafos después aparece él: “Un hombre joven de mirada infantil se levanta de su asiento, Hugo [Gutiérrez Vega] hace un gesto para indicar que nos sentemos al mismo tiempo que nos lo presenta; es José Carlos Becerra, quien sacude la cabeza para quitarse un mechón de pelo que le cae por la frente hacia los ojos y nos regala una sonrisa muy franca”. Luego del surgimiento del deseo y de la aparición puntual de los obstáculos que lo harán crecer (la vigilancia de la tía, la moral del país de origen, la torpeza), la joven narradora toma una decisión. En el capítulo VII, precedido por las palabras en que Becerra describe cómo “el tranvía del anochecer se detiene atestado en una esquina/ y sólo baja una muchacha triste”, la muchacha apuesta. Ella dice que “dobla la apuesta”. Se dirige al departamento de él; toca el timbre. Lo hace varias veces. Lo hace las veces que necesita hacerlo para confirmar que él no está. De nada ha servido su valentía. De nada el gesto de soltarse el cabello mientras espera. De nada saber que “ya no sueño un deseo, soy una posibilidad, lo percibo, lo encarno, lo siento, voy hacia un acto repetido por siglos: la entrega”. Tal vez es por eso que el capítulo VIII, cuyas palabras de apertura son: “Así sostendré algo tuyo en el mundo/ así cada palabra quedará marcada para siempre”, sea tan breve. En apenas cuatro líneas, la joven narradora resume el momento: está una vez más tras la puerta, pero esta vez sí (“esta vez sí)” lo escucha del otro lado y “oprimo el timbre con suavidad”.
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Siguiendo a pie juntillas esa máxima no dicha pero siempre obedecida que consiste en omitir la descripción del acto sexual, Silvia Molina toma, sin embargo, una decisión singular para el capítulo siguiente. En el IX, introducido (¿penetrado?) por las palabras “Ya tu cuerpo comprende lo que significa ser tu cuerpo”, la narradora describe una visita al médico. No se trata de un médico cualquiera, se entiende. Cuando el hombre le pregunta, en inglés, “What´s wrong with you”, ella anuncia, también en inglés, “I just want to take the pill”. Muy lejos aquí la Molina, y para bien, del trillado momento lírico en que la niña se transforma en mujer. Muy lejos de la culpa o de la sorpresa o del azoro o del rubor. Muy lejos de los decorativos lugares comunes que confunden la represión con la belleza. Muy cerca, en cambio, del cuerpo. Tan cerca que, para tocarlo, la narradora tiene que recurrir a la otra lengua. Hay cosas, se presupone o se admite, que no se pueden decir en la lengua materna. Hay cosas donde el lenguaje se detiene o se acobarda. Hay pulsiones a donde el lenguaje no tiene permiso de llegar. Lo que sigue en el libro es, por supuesto, la historia de amor que devendrá en tragedia: el poeta muere en un accidente y la mañana, por eso, tiene que seguir gris. Pero lo que falta por decir ahí, que es lo que falta siempre por decir en todos lados, se pasea, voluminoso y transparente como el mítico elefante, dentro del hueco que se abre entre el capítulo VIII y el capítulo IX. El sexo. En masculino o en femenino, el sexo no está. El sexo brilla por su ausencia (y se supone que esto es una decisión estética y no moral). Vendado de ojos y labios, el sexo yace, secuestrado, en el subterráneo de la literatura mexicana. Sin cabeza; desangrado. En off.
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Valdría la pena pensar en lo que serían algunos textos clásicos mexicanos sin esta omisión estratégica. ¿No sería Lección de cocina, el famoso cuento de Rosario Castellanos una crítica radical a la posición conocida como del misionero en lugar de una gran metáfora de la vida conyugal? ¿Cambiaría de alguna manera la noción de que Pedro Páramo es una novela de machos si Rulfo hubiera dejado que Eduviges contara, y no omitiera, los detalles de esa noche en que Pedro sólo atinó a entreverar sus piernas con las de ella? ¿Y si Arredondo no se hubiera contentado con hacer que su heroína sólo chupara un mango en La señal? ¿Serían entonces nuestros libros menos piernijuntos, más gozosos, menos timoratos, más escandalosos, menos decorativos, más nuestros?
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En todo caso, la joven narradora de La mañana tiene que seguir gris ha estado mucho más cerca de eso que muchos.
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