jueves, noviembre 12, 2009

Salvador Plascencia

Diario Milenio-México (10/11/09)
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Si se busca información en internet sobre Salvador Plascencia, lo primero que se encuentra es la siguiente frase (en inglés): “Escritor americano nacido en Guadalajara, México, en 1976”. Si se toma en cuenta que para casi todos los estadunidenses ser americano no significa haber nacido en algún lugar del continente, sino ser originario de Estados Unidos de América, no deja pues de ser extraño que un escritor “americano” haya nacido en México. ¿O lo es? Esta es una de las preguntas que le he planteado a algunos escritores angelinos que están planeando asistir como invitados de honor a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara este año. Lo que sigue es, fundamentalmente, el inicio de un diálogo que con toda seguridad continuará en toda su riqueza y complejidad en las salas de eventos y en los pasillos y demás circunstancias de la feria. Por lo pronto va aquí una breve introducción, a través de la conversación y la entrevista, al trabajo y visión del mundo de uno de ellos.
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Salvador Plascencia llegó a El Monte, California, a los 8 años y, desde entonces hasta la publicación de su primer novela The Paper People/Gente de Papel (McSwweneys, 2005), ha desarrollado una vida binacional y bicultural alrededor de un trabajo escritural que se plasma sobre todo, si no es que exclusivamente, en inglés. Una licenciatura de Whittier Collage y, luego, un MFA de la Universidad de Syracuse, le permitieron entrar en contacto con escritores experimentales que en algo han influido en un temperamento ya de por sí aventurero y fronterizo. De ahí que su primera novela, que en sus propias palabras es acerca de “la intimidad y las limitaciones del papel”, tenga entre muchas virtudes el haber incorporado “el tema, la metáfora y la trama a las hojas que tienes en tus manos. El tópico hizo imposible que ignorara la anatomía material de la novela, así que introduje todos esos elementos en el libro y traté de explotar al máximo la tecnología de la impresión de hoy”.
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Ciertamente, al recorrer las páginas del libro es fácil encontrarse capítulos enteros escritos a la manera de columnas y, en el caso de la primera edición publicada por McSweeneys, bloques en tinta negra y agujeros reales en las hojas. “Siempre estoy buscando”, asegura Plascencia, “los poros entre los géneros, la parte en la que un hoyo de gusano puede convertirse en un puente entre la novela de detectives y uno de los océanos de Melville. Estoy consciente de que hay grandes esfuerzos por parte de la promoción de mercado y torres de disertaciones de doctorado tratando de codificar los escritos en géneros específicos pero yo no creo que esa clase de pureza exista”.
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Esta actitud coloca a Plascencia en una especie de umbral entre el escritor chicano y el experimental, términos que hasta hace muy poco solían aparecer en espacios no sólo distintos, sino incluso opuestos. “Como un México-Americano que trata de publicar en los Estados Unidos, siempre me topo con la tácita expectativa de que, como narrador minoritario, estoy de alguna manera ‘sirviendo a la raza’. La idea generalizada es que nuestro trabajo es testificar, protestar, corregir la historia. Por eso, usualmente nos acogen o nos rechazan como actores políticos pero a menudo a costa de nuestro arte. Esta presión viene, por cierto, tanto de nuestras comunidades como de las editoriales y en general del público lector. Es un peso que suele distraer pero yo no he querido que el mundo de mi imaginación sea afectado por esta obligación no expresada.”
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De cualquier modo, tal como lo expresa Plascencia, la definición misma de lo que es un escritor o un libro Chicano ha cambiado tanto que, en estas fechas, “mi novela chicana favorita fue escrita por un Dominicano”. Sin querer aparecer como un guión de “culture clash”, Plascencia asegura que “los libros chicanos que [lee] son escritos sólo de manera circunstancial por chicanos. Los escritores que vienen a la mente incluyen a: Michael Jaime Becerra, Nina Marie Martínez, Joe Loya, Felicia Luna Lemus”. En su manera de ver, “hay en efecto una literatura que utiliza Spanglish, tal como hay una literatura que usa la metáfora o la metaficción sin que ello garantice que esas técnicas formen sus propios géneros”. Las mezclas inesperadas y el afán por ir más allá del orden aparentemente natural de las cosas lo llevó, pues, a autodenominarse como escritor experimental, un apelativo que a bien tuvo liberarlo, casi “mágicamente”, dice sin ocultar el guiño adverbial.
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Seguramente es por todo eso que su posición frente a un término que en México, y en cierta medida también en Estados Unidos, suele tratarse con suspicacia cuando no con desdén, sea tan relajada. Dice: “¿Es el experimentalismo más sospechoso que el realismo? Yo desconfío de cualquier estética que se vea a sí misma como el orden natural de las cosas, una especie de poder hegemónico dictando las reglas de lo que queda dentro y lo que está en los márgenes. De hecho, con frecuencia creo que esta dicotomía entre el realista y el experimentalista no es más que un rumor, una pelea que nadie tiene efectivamente. Te digo esto porque, primero, nunca estoy seguro de quién es el experimentalista y quién el realista. James Baldwin rompe el mundo en dos oraciones; Borges los reconstituye en tres. Cualquier cosa que estén haciendo, ya sea como experimentalista o realista, eso desafía la física del universo y a mí no me importa cómo lo hacen, siempre y cuando pueda tenerlo en mis manos para leerlo. ¿Qué me puede importar a mí la tarjeta de membresía que portan?”
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Eso sí, al preguntarle por el futuro de español en las prácticas de escritura en el sur de California no duda en responder: “¿Cómo podría no haber un futuro en español? Cada lunes en la mañana tengo que caminar a cuatro diferentes puestos de periódicos para poder encontrar un ejemplar de La Opinión, que sigue agotándose a diario mientras que el L. A. Times sigue ahí, acumulando polvo”.

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