martes, octubre 13, 2009

Saber de esas cosas

Diario Milenio-México (13/10/09)
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Al inicio pensé que el ruido era provocado por la lluvia. Recordaba vagamente, como suelen recordar los que no están en verdad despiertos, que el día anterior había caído una tormenta y que había conciliado el sueño todavía con el arrullo de las gotas sobre el ventanal. El inconsciente debió haberse refugiado en ese puñado de datos para evitar el despertar. El ruido, sin embargo, continuó. A momentos parecía que un ave hubiera caído sobre la terraza e intentara, sin conseguirlo del todo, elevarse otra vez. A momentos daba la impresión de ser producido por el lento andar sobre zapatos muy pesados. Mi incapacidad para darle forma o asociarlo a alguna actividad familiar fue lo que me obligó a abrir los ojos y ver de reojo hacia el ventanal.
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Afuera, en efecto, llovía. Era apenas una ligera sábana de gotas diminutas que, una vez sobre la superficie del cristal, se deslizaba a gran velocidad hacia la base de la ventana. Las hojas puntiagudas de un árbol se arremolinaban con la ventisca nocturna. Estaba a punto de darme la vuelta para continuar durmiendo cuando el ruido arreció de nueva cuenta. No tuve otra alternativa más que incorporarme de la cama y tratar de investigar si algo pasaba. Tuve miedo, eso es cierto. El frío de las baldosas se me pegó a las plantas de los pies. La oscuridad y la lluvia no me dejaron distinguir nada preciso a través de la ventana. Era de madrugada y todo afuera parecía tranquilo. Suspiré aliviada, pero también con cierto desencanto. Ahora, ya pasado el peligro, imaginaba que habría podido enfrentarme a cualquier reto. Imaginaba que, de haber sido necesario, habría luchado cuerpo a cuerpo contra el ladrón desprevenido o el asesino a sueldo. Si hubiera tenido la oportunidad, habría podido demostrar mi valentía. Iba ya de regreso a la cama cuando escuché el ruido sobre el cristal. Voltee tan rápido que. El salto del corazón. El pulso.
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Se trataba de una broma, sin duda. Sabía que mi mejor amigo deseaba ser astronauta así que de inmediato supuse que se trataba de él. Seguramente había rentado un disfraz y, agazapado en la terracita de mi cuarto, había esperado la hora más callada de la noche para tocar a mi ventana. Fue por eso que la abrí, riendo. Me tomó un poco de tiempo confirmar lo obvio: el astronauta que saltaba por la ventana para introducirse en mi recámara era mucho más alto que yo, que ya le sacaba, por cierto, un par de centímetros a la estatura de mi amigo. Pero para entonces el hombre había encontrado la forma de echarse sobre una silla y de aclararme a señas que bajara la ventana pero que tuviera cuidado con la sonda que lo conectaba a algo en el exterior. Yo cerré la ventana porque tuve frío y porque temí que la llovizna arruinara las cortinas y los papeles que yacían sobre el escritorio.
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El, por otra parte, no me provocó miedo. El traje blanco era brumoso, lo cual le prohibía llevar a cabo los movimientos que yo asociaba con la violencia. ¿Cómo podría lanzarme contra la pared si apenas podía mantenerse en pie? ¿Cómo me podría hundir una daga en el corazón si llevaba las manos cubiertas de incómodos guantes? Así, en lugar de salir corriendo de la habitación para dar aviso del suceso, mejor me senté a los pies de la cama para observarlo a mis anchas. Ahí estaba, protegido de todo: las altas temperaturas y la radiación infrarroja, el fuego y la falta de gravedad. Me fijé cómo las perneras se conectaban al chaleco y éste a los conductos de gases y ventilación. Luego, me entretuve observando mi propio reflejo sobre el casco. El astronauta había dejado caer ambos brazos a los lados del cuerpo y, por la inclinación de su casco sobre el hombro derecho, deduje que dormiría. Era, a todas luces, una deducción peregrina porque la esfera que cubría su cabeza no me dejaba en realidad ver su rostro. Me aproximé entonces, de puntillas. Extendí la mano pero en el último minuto la pegué a mi pecho. Al final me decidí a hacer lo mismo que él había hecho: tocar su visor con mis nudillos. Algo dentro del traje reaccionó entonces, moviéndose apenas.
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-¿Qué haces aquí? -fue lo único que atiné a preguntar, estupefacta.
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Una pequeña pantalla se encendió entonces en la parte superior del casco y, dentro de ella, brillaron una serie de letras en color rojo: “ESTOY CANSADA”, leí.
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Pensé en todas las cosas que podría preguntarle y en la cantidad de respuestas con las que podría sorprender a mis compañeros de clase al siguiente día. Organicé algunas ideas en mi cabeza preparándome para el interrogatorio e, incluso, acerqué una libreta y un lápiz para no correr el riesgo de olvidar datos u omitir fechas o nombres. El espacio sideral, me dije a mí misma. La vía láctea. El cosmos. Las palabras eran tan diminutas bajo mi paladar como nuestra existencia bajo la bóveda celeste. Afuera, el cielo nublado no me permitía ver las estrellas.
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Como no sabía en realidad qué hacer, opté por lo que me pareció la salida más cortés: la dejaría descansar y, tan pronto como detectara algún movimiento de su parte, la atacaría con preguntas claras y bien planteadas. Su edad, por ejemplo. La primera impresión verdaderamente subjetiva ante la falta de gravedad. La consistencia de la superficie de donde había surgido el polvo que ensuciaba su traje. ¿Qué hacía cuando tenía sed? ¿Cuándo tenía comezón? Y luego, al final, lo más importante: ¿extrañaba todo esto? Postergar mi curiosidad, que era mucha, me aseguraría, eso supuse, su buena voluntad y, luego entonces, con algo de suerte, sus mejores secretos. Los quería todos, desmenuzados sobre mi regazo. Estadísticas. Hallazgos. Percances. El tipo de cosas que nunca son oficiales pero que motivan la conversación entre conocidos. Aguardé inmóvil tanto como pude pero los minutos pasaban sin cambio alguno. Los ojos, eventualmente, se me empezaron a cerrar, y la cabeza a caer en picada sobre el pecho. Cabecee más de una vez, sin duda alguna, porque al abrir los ojos en una ocasión leí su mensaje sobre la pantalla: “SE ESTÁ MUY SOLO ALLÁ AFUERA”. Las letras rojas fulgurando en la noche cerrada. La segunda vez que abrí los ojos no había ya nadie frente a mí.
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Limpié el agua que había dejado sobre la silla con un trapo seco. Luego, al cerrar la ventana, no pude evitar murmurar:
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-En efecto -como si yo entonces hubiera sabido ya de esas cosas o como si ella me hubiera podido escuchar.

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