miércoles, marzo 11, 2009

El Condicional

Diario Milenio-México (10/03/09)
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Escuché mi nombre en el altavoz del aeropuerto pero tardé un par de minutos en reconocerlo. Cuando finalmente lo identifiqué como mío, cuando me sentí ligada a ese nombre, cerré el libro que estaba leyendo y, como si me dispusiera a cumplir con una cita largamente aplazada, me dirigí a la cabina de sonido. El lento rasgar de los zapatos. El reflejo del cuerpo sobre los mosaicos de mármol. El tiempo.
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El hombrecillo que me miró detrás de unos pesados anteojos de carey volvió repetir el nombre con una sonrisa socarrona y un hastío difícil de ocultar antes de pedirme una identificación oficial. Se la dí sin preguntar nada. Un pasaporte: una mueca. E, igual, sin preguntar nada, recibí luego un sobre amarillo tamaño carta.
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—Eso es para usted —dijo el hombre con el mismo hastío y la misma sonrisa. La eternidad encarnada.
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Toqué el sobre pero no me atreví ni a verlo ni a abrirlo. No recuerdo si le dí las gracias o si me despedí. Caminé por los pasillos del aeropuerto con el paquete bajo el brazo, tratando de no prestarle atención pero imposibilitada para pensar en algo más en realidad. Cuando lo abrí, lo hice sin pensarlo, en uno de esos pestañeos proverbiales por entre los cuales, a veces, se trasmina el mundo. Un acto intempestivo. Una verdadera irracionalidad.
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Supongo que esperaba una bomba o una serpiente, algo peligroso e inusitado, pero lo único que salió del anónimo sobre fue una libreta de tapas negras, bordes rojos y hojas cuadriculadas. Un objeto ciertamente entrañable, pero anodino. La abrí. Pasé mis ojos y mis manos sobre sus hojas sin huella. Pronto me cercioré que no había nada, en efecto, dentro. Ninguna palabra. Ninguna oración. Ninguna fecha. Además de la cuadricula azul y los bordes rojos, la libreta estaba completamente vacía. Iba a entretenerme con alguna idea obsesiva acerca de los libros deshabitados o las estructuras vacantes cuando cayó al piso la nota que decía: “Aquí irían todos los poemas que no has escrito.” Pensé, de inmediato, en el uso del condicional. Luego me llamó la atención el locativo. Sólo hasta el final me asestó un golpe la certeza: lo que no has escrito. El aliento de alguien tras la nuca. La punta del zapato. La sombra que se va. Entonces alcé la cara y, de izquierda a derecha, espié mi entorno. Parpadeé. Había logrado fingir un poco de desinterés pero, apenas unos segundos más tarde, los aires de la impaciencia me alborotaban el cabello. Supuse que debería estar cerca y que, si me conocía tanto, también yo sería capaz de reconocer su rostro. Intenté vislumbrar el guiño o el ademán que no me dejara duda: ésa era su mano o su ojo o su pie. Ahí había nacido la intención y luego, como de la nada, el envío. Un sobre tamaño carta: una libreta que reconocía. Aquí irían. Nadie, sin embargo, se volvió a verme. Nadie desapareció de improviso o se ocultó malamente detrás de una columna. Nadie se inmutó.
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Recordé mientras tanto que muchos años atrás, en la ciudad que estaba dejando en ese momento, había comprado yo, en una tarde llena de viento y coronada de jacarandas, una libreta similar. El viento me obligó a cerrar los ojos. El aroma de las jacarandas me obligó a abrirlos. La había adquirido con la malsana intención de escribir ahí lo que había suscitado ese viento y esas jacarandas. Rememoré la ansiedad: la sensación de vivir con sólo mitad de la respiración. El pulso en la garganta. La distorsión de los rostros. Rememoré la velocidad del intercambio: el ruido de las monedas y la bolsa de plástico y hasta el aroma del local. No había podido escribir nada, de eso también me acordé, aunque fui incapaz de identificar el motivo o la circunstancia. No supe si había sido falta de tiempo o una simple distracción o la incomodidad del avión. No supe si había iniciado alguna frase, alguna palabra y, luego, en el momento menos pensado, me había dado por vencida, o si había claudicado aún antes de inclinarme sobre las hojas cuadriculadas. Por un momento tuve la sensación de que no había logrado salir nunca de ese momento. Aquí irían. Entonces giré la cabeza y, como si mi tiempo verdaderamente se acabara, corrí de regreso a la cabina de sonido. Cuando pregunté por el hombrecillo de los anteojos de carey, la mujer que estaba frente al micrófono me miró como si le estuviera hablando en un idioma no reconocido por las Naciones Unidas.
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—Pero si él me entregó esto hace unos minutos apenas –dije, tratando de explicar.
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La mujer me vio de arriba a abajo y, con una sonrisa socarrona y un hastío difícil de ocultar, decidió ignorarme.
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—Señorita —lo intenté otra vez, pero pronto comprendí que era imposible. Ella ya trataba de localizar a otro pasajero por el altavoz. El eco.
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Regresé a la sala de espera arrastrando los zapatos. Me senté. Coloqué la libreta sobre mi regazo e, inclinada sobre sus hojas cuadriculadas, la abrí una vez más. Aquí irían, eso me dije ciertamente. Si los escribiera, aquí, de seguro, irían todos.

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