lunes, enero 05, 2009

Nonsense internacional

Diario Milenio-México (05/01/09)
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Recuerdo infantil, impreciso como todo recuerdo, fantasioso como todo recuerdo, más aún (creo) si es infantil:
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Miami. Dos mujeres —una madura y una joven; una rubia y una morena; una mi abuela y otra mi madre (lo consigno sólo en aras de la precisión: su filiación resulta, de hecho, no sólo irrelevante sino distractora)— cruzan un vestíbulo de mármol blanco y negro, taconeando (apenas) en dirección de una escalera, tan monumental como moderna, que en lo alto parece perderse en la nada. Ascienden con paso presto y garboso, enfundadas en sendos abrigos, el de la rubia blanco, de zorros, el de la morena negro, de visón. (Anticipo ya la llamada conjunta cuando lean esto: “¡Pero Nico…! ¡Abrigos de pieles en Miami! ¡Sólo a ti se te ocurre! ¡Cómo escribes esas cosas! ¡Lo que la gente va a decir de nosotras!”. No importa: me arriesgo ya sólo porque el primer osado es mi recuerdo. Y en mi fantasía todavía infantil la escena quedaría incompleta de no lucir las protagonistas sendos abrigos, de pieles.) Ascienden, digo, y siguen su ascenso hasta desaparecer. Un minuto más tarde, la rubia y la morena descienden para hacer su entrada. Corrijo: para hacer una entrada. Para devenir Marilyn Monroe y Jane Russell, homenajeadas por el azoro admirativo de una sala repleta de espectadores que, sin moverse, sin respirar siquiera, aplauden con furor.
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El guión y el casting son de un niño mexicano que creció al amparo de dos mujeres demasiado fuertes y encontró en la idolodulia cinematográfica y la lectura de Baudelaire y Cabrera Infante las vías de su redención. En cuanto a la escenografía, es obra de un niño ruso judío, emigrado al Lower East Side neoyorquino por cruel causa de los pogroms, que se hizo actor para escapar de su cutre realidad, devino arquitecto para moldearla y aterrizó en Florida para edificar templos consagrados al culto de la fantasía de masas, fábricas ya no de sueños sino de refulgentes recuerdos futuros ofertados al por mayor.
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Gracias, Morris Lapidus. O, puesto en términos más musicales, thanks for the memory.
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El escenario de mi recuerdo infantil bien pudo haber sido el diLido, el Americana, el Eden Roc o cualquiera de los muchos hoteles que edificara Lapidus en Miami a partir de 1947. Quiso el destino, sin embargo, que el elegido —es decir el elegido por mi familia para pasar las vacaciones navideñas de 1979— fuera el Fontainebleau: el más famoso de cuantos proyectara el arquitecto. Todavía es posible verlo en la que quizás sea la mejor de las películas de James Bond, Goldfinger, que ofrece un delirante traveling aéreo en que la cámara encuadra la imponente silueta curva del edificio principal, lo rebasa para seguir por jardines formales a la manera de Le Nôtre, se detiene un momento en la zona de la alberca antes de concentrarse en el trampolín aerodinámico desde el que se arroja un nadador, sigue a éste en sus piruetas y hasta el fondo de la piscina, donde queda reducido a mero background del primer plano de una bañista bella y rubia y sonriente que, al alejarse la cámara, se nos descubre enmarcada por una vidriera submarina, contemplable desde la pista de patinaje techada del hotel.
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En algo menos de un minuto, el director Guy Hamilton nos dispensa no sólo un recorrido sumario por el resort sino que nos sugiere ya la palabra clave para comprenderlo: desmesura. Y es que, en efecto, si algo fue ese Morris Lapidus orondamente influido por la pirotecnia hollywoodense fue un artista de la desmesura.
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Escaleras que conducen a ninguna parte (pero que lo hacen con enorme solera). Celosías construidas a partir de lo que el propio arquitecto denominaría “agujeros de queso”. Paneles en forma de bumerán o de ameba, sin otro propósito que el decorativo. Astas que nada sostienen a no ser los anhelos de los azorados paseantes. He aquí un catálogo de los efectos arquitectónicos que el movimiento modernista habría de tildar de sacrílegos y populistas pero que el propio Lapidus, pertinente y pertinaz, habría de definir con dos palabras lúcidas y lucidas: nonsense intencional.
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Nonsense, recordará el lector, es ese efecto literario compuesto de partes iguales de sentido y de sinsentido, de elegancia y de absurdo, en que el exceso se traduce en pirotecnia. Hoy que el Fontainebleau vive su mes de reapertura, recuérdese con estupor a su arquitecto, ése que como Lewis Carroll habría de edificar a partir del nonsense su país de las maravillas.

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