martes, enero 27, 2009

La rodilla

Diario Milenio-México (27/01/09)
---
Entre el pie y el sexo, la rodilla. Ahí, entre el reino del fetiche y el húmedo lugar común, la rodilla emerge como una articulación útil o problemática, dependiendo de la edad y el peso, pero difícilmente como una zona cargada de erotismo. La rodilla se raspa, en efecto, y marca, así, la infancia. Es de rodillas que el cuerpo se postra ante lo sagrado o ante la admisión de la falta que conduce, cuando hay suerte, al perdón. Algunos matrimonios han sido negociados por un postulante arrodillado. Avanzar de rodillas hasta la entrada del templo es lo que regularmente se hace en una promesa religiosa que responde al nombre de manda. Sin embargo, y esto nunca hay que olvidarlo, no por anodina deja la rodilla de ser pieza de la muy codificada parte baja del cuerpo. De ahí su ambivalencia. De ahí ese dejo de oscuridad y azoro que, con frecuencia, llama la atención de la caricia.
-
Es bien sabido que, históricamente, se precisó de un entendimiento pos-genital de la sexualidad y de un asomo de tiempo libre —con sus más variadas formas de socialización— para que, acompañada del coqueteo, naciera la caricia propiamente dicha. En las festividades de los campesinos o las tertulias de jóvenes proletarios que, por cuestiones de clase, no podían participar de los matrimonios por conveniencia, ahí nació la caricia. Ya discreta o envalentonada, pero siempre oblicua, la caricia giró la perilla de la puerta que, ya abierta, dejó entrar al placer —todo esto hacia finales del siglo XIX y, por todas cuentas oficiales, en Europa. De mano de la revalorización del placer femenino, y uniéndose también al ámbito de una sexualidad bucal no reproductiva, la caricia nos enseñó que la línea recta no siempre constituye la distancia más cercana entre dos puntos. La caricia es el otro nombre del preámbulo (que puede, en efecto, ser el otro nombre de la tergiversación). El que acaricia, desvía, contribuyendo así a la invención del zig-zag, de los paréntesis y de la tardanza. Una vaga que divaga: la caricia. Esa prima cercana de la alusión.
-
En los libros de historia se habla de miradas lánguidas y de sutiles roces sobre la ropa. Los códigos penales pusieron puntual atención, entonces como ahora (sobre todo en esa provincia mexicana que responde al nombre de Guanajuato), a ese atentado contra el pudor que alguna vez fue el beso en la boca. Los relatos picarescos suelen detenerse, como lo hacen también los tratados de erotismo, en los lóbulos de las orejas, el cuello, los senos, el pubis. No hay quien no le dedique suficiente atención a los pies. Pero pocas de entre todas las cartografías de la caricia moderna incluyen, como se debe, al promontorio de la rodilla. Tal vez por común, ese sutil movimiento de la mano que se posa, ingrávida, sobre la rodilla ajena, se ha vuelto transparente. Cosa consabida. Gesto inerte. Pero de entre todas las caricias habidas y por haber, ésa es, sin embargo, la primera, la más básica. Acaso por lo mismo resulta la más perversa, por ser también la más conocida.
-
Los niños, que lo saben todo, no sólo se raspan las rodillas. De repente, después de jugar y saltar y dar de marometas, justo a la hora en que todo parece en calma durante la comida, dejan caer la mano sobre la rodilla bajo el amparo de los manteles. Es un gesto de camaradería, ciertamente. Un roce en el reino del Como Al Descuido. Un pariente cercano de la palmada en el hombro con la que los adultos se felicitan o cierran pactos o se traicionan. Eso todo eso, sí. Pero es más. Los niños lo saben. No por nada la rodilla es una articulación de esa rabelesiana parte baja del cuerpo donde quedan los instintos y las pasiones y lo que difícilmente se puede controlar. No por nada la rodilla es el punto medio en ese largo recorrido que se llama La Pierna.
-
Tampoco es un dato menor que la coreografía que une a la mano con la rodilla suela llevarse a cabo durante la ingesta de alimentos —los manteles cumpliendo de repente el papel de las cortinas en el teatro. Después de todo, comer es, como el sexo, una manera de incorporar a lo ajeno en lo propio. A su modo, la mano que va a parar efímeramente sobre la rodilla constituye, también, un ademán de incorporación. El más sutil de todos. Ritual iniciático. Como el que escala montañas con el afán de colocar la primera bandera en su cumbre, la mano que logra encaramarse sobre la rodilla se enarbola a sí misma desde lo alto, transformándose en su propio lábaro erótico. Ese signo o garabato.
-
Pero no todo es simple en asunto de rodillas. Nadie como Eric Rohmer ha logrado colocar sobre la mesa del mantel (es un decir) el retorcido asunto que une a la mano con ese punto medio del cuerpo bajo. En La rodilla de Clara, una de las seis historias que componen sus Cuentos Morales, Jerome, el personaje masculino, dice: “Y me molestaba porque la sentía dispuesta a rechazar cualquier consuelo. No habría soportado que yo lo cogiera la mano, el hombro, que la estrechara contra mí… En fin, estaba sentada frente a mí, la rodilla puntiaguda, delgada, lisa, frágil, a mi alcance, al alcance de mi mano. Mi brazo estaba colocado de tal manera que sólo tenía que extenderlo para tocar la rodilla. Tocar su rodilla era la cosa más extravagante, la única que no había que hacer, y al mismo la más fácil. Percibía a un tiempo la sencillez del gesto y su imposibilidad. Como si estuvieras al borde del precipicio y sólo tuvieras que dar un paso para saltar al vacío y, aunque quieras, no puedes.”
-
Hela aquí, pues, al alcance de la mano e imposible, la rodilla.

No hay comentarios.: