lunes, enero 12, 2009

De barbas y otras taras

Diario Milenio-México (12/01/09)
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El edén insolvente
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Recuerdo a la mujer del restaurante en Miami no tanto por el relato de sus peripecias para salir de Cuba —que era entretenidísimo, había llegado en balsa, sin mascar dos palabras de inglés— como por un detalle que me dejó tieso. Una vez que se había enseñado algo de inglés y era al fin admitida en su primer empleo, al llenar los papeles de la seguridad social la chica se topó con una palabra rara. ¿Que es un mortgage?, preguntó a una de sus nuevas compañeras, quien simplemente le tradujo el término. ¿Y qué es una hipoteca?, contraatacó sólo para toparse con una de esas expresiones de extrañeza que dan al forastero la sensación de ser extraterrestre. ¿De verdad no sabía lo que era una hipoteca? Claro que no, si allá en Cuba no hay eso, se defendió, sin hacerse una idea todavía de qué tan grave podía ser en Estados Unidos tener veinticinco años y jamás haber visto una hipoteca, ni saber todavía qué bicho sería aquél.
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Nunca tanto como hoy suena paradisiaca la idea de vivir en una isla donde no se conocen las hipotecas. Cualquiera entiende que los damnificados de un incendio sientan la tentación de volver a las épocas previas a las invención del fuego, pero de ahí a mimar delirios pintorescos al respecto hay alguna distancia. Tal vez incluso no fuera mala idea regresar a la máquina de escribir y proscribir los faxes, por el crimen de lesa humanidad de quitarle el trabajo a la gente. Debe de haber millones de ideas similares aflorando ahora mismo de las cabezas de otros tantos niños, para quienes jugar a despojar a la realidad de sus ingredientes habituales resulta un pasatiempo delicioso. Solamente cuando se es niño puede uno irse a vivir a los lugares que ha imaginado, pues de la misma forma se ha ocupado en confeccionarles un destino, cuyas calamidades se arreglan asimismo a golpe de inventiva. No recuerdo jamás haber jugado a un mundo en el que no hubiera hipotecas, pues ya de hecho no las había, si yo mismo escuchaba esa palabra de labios de mi padre sin saber bien a bien si esa tal hipoteca era quizás un almacén de hipos. Aunque tampoco me preocupara el tema. ¿Para qué quiere un niño entender de hipotecas? ¿Qué puede hipotecar, si legalmente nada podría ser suyo?
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Comandante imperial
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Los isleños que todavía eran niños el día que Fidel Castro entró en La Habana con sus huestes triunfantes, hoy andan cerca de la sesentena y siguen sin saber qué es y para qué sirve una hipoteca. Conozco la respuesta de los decepcionados: se trata de una estafa, que el dueño del dinero instrumenta a costillas de quien lo necesita. Es posible que todas las hipotecas sean injustas en esencia, como el mismo sistema que las sustenta, pero hasta ahora nadie las ha hecho obligatorias, y lo cierto es que suelen ser tan útiles para los impulsores del sistema como para sus enemigos jurados. Unos pierden su casa, otros despiertan dueños de tres ranchos. No es un juego de reglas justas, ni equitativas, ni seguras, pero todavía menos lo serían si dependieran de un poder paterno que las hiciera más chicas o grandes, de acuerdo a su concepto personal de justicia; donde quien jugaría no sería el individuo, sino el Estado Padre que le exige obediencia de pensamiento, palabra, obra y omisión, y de acuerdo con ello le reprende o le premia. Un padre con su propio sistema de hipotecas, armado con las más invasivas técnicas de investigación de crédito moral.
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En desafío a las mentes más imaginativas, Fidel Castro ha logrado ser ese padre durante cincuenta años. Una marca que se celebra poco, si ya la sola mención de un hombre que se instala en el poder por medio siglo férreo e incontestable suena por fuerza chusca. Es demasiado, para cualquier estándar. Cincuenta años de infancia prorrogada donde el gran padre sabe más de sus hijos que cualquier otro padre del mundo, si sólo de él depende que cada uno tenga esa casa que ningún gringo va a poder hipotecar. Cincuenta años de cada noche enviarlos a todos a dormir y recorrer la casa con vela y escopeta para estar bien seguro de que no hay un gringo escondido por ahí. Cincuenta años: Adolfo López, Gustavo Díaz, Luis Echeverría, José López, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón. De ese tamaño son los tiempos de Fidel. Algo más de los años necesarios para pasar de la infancia a la tercera edad.
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Papá es un control freak
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De niño, me gustaba abrumar a mi madre con airados discursos contra las jeringas, según los cuales no habría un mundo justo ni tolerable mientras no se prohibieran las inyecciones. A una semana de haber bombardeado a un catarro con 1,200 unidades de penicilina, calculo que el origen de aquella vieja tara anti-jeringa tiene que ver con una enfermera cuya mano pesada me excluyó para siempre del bando de los masoquistas. No es que hoy me diviertan las inyecciones, pero me aburren menos que las dolencias. La edad adulta me ha enseñado que un hipotético mundo sin penicilina sería infinitamente más doloroso, y de paso que un mundo sin hipotecas sería más precario y todavía menos justo. Puede que me equivoque, pero una de las grandes prerrogativas de ser adulto consiste en otorgarse ese derecho, que a ojos de ciertos padres parece escandaloso.
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Ser niño es aceptar lo inaceptable, aunque sólo sea en nombre de esa edad adulta que algún día tendrá que llegar. A menos que una tara se encargue de impedirlo. Durante cincuenta años, Fidel Castro ha sido una tara no solamente para sus compatriotas. Toda la izquierda lucha por librarse de esa disentería apostólica. Y hoy día es una tara tan voluminosa que no es posible pretender que no está ahí, larvando los orgullos de los últimos boy scouts de la revolución. Cincuenta años de tara. Papá está en todas partes. Papá es tu compañero. Tara o muerte.

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