jueves, marzo 29, 2007

En honor a su cumpleaños el pasado 28 de marzo.

Discursos de Pedro Ángel Palou en el Congreso Internacional de la Asociación de Academias de la Lengua Española.

Novela Histórica: verdad literaria y verdad universal

Quienes escribimos novela histórica, y en particular quienes escribimos sobre hechos de guerra, sabemos muy bien, como Tolstoi lo insinúa en La guerra y la paz, que la historia de un hombre es también la historia de la humanidad, que la localidad de los hechos no va en detrimento de la universalidad de las pasiones. La comedia del arte, y lo ilustra muy bien el repertorio de Shakespeare, es una mascarada, quizá no importan tanto las personas como el personaje, siempre seguirá existiendo el bufón o el disoluto, el avaro o, tan común en la guerra, el que traiciona. Sin embargo, lo que intenta la literatura es darle nombre y apellido al personaje, saber que representa a todos los traidores pero éste, en particular, es el que realmente importa, es éste el que se duele y el que se complace. La literatura, contrario a lo que muchos piensan, no vuelve universales los temas, cosa de Perogrullo, más bien, los vuelve locales, individuales, absolutamente pequeños y visibles, trata de darle vida a un puñado de personas que representan, desde su vida concreta y domiciliaria, a toda la humanidad. El gran reto es que el personaje (considerado una máscara para los griegos) realmente encarne y se convierta, no ya en un disfraz ajado y abandonado tras bambalinas en espera de que el actor en turno lo pruebe, sino en un ser insustituible; esta es la gran paradoja de toda representación: los personajes ya no representan a sus nombres, no representan, son. Como diría Batteux, la novela es una “mentira perpetua que tiene todos los rasgos de la verdad”.

La literatura entonces, no sólo muestra la universalidad de las pasiones humanas, sino que salva, por llamarlo de algún modo, las particularidades del caso, salva todas las localidades. Es una gran coincidencia que cuando uno va al teatro, y se queda sin boleto, nos dicen que las localidades se han agotado: el teatrum mundi se convierte de pronto en el teatrum locus. No es ninguna casualidad que hayan sido los griegos quienes acuñaron con gran estima la palabra “manía”, considerándola un recurso insoslayable en la creación poética. El artista debía ser un maniático y sus personajes un caldo de cultivo de manías. Las manías eran precisamente las afecciones que, por ser muy personales, se encargaban de moldear el temperamento y la individualidad de las personas. Los antiguos, como los posmodernos, seguimos buscando la fuente de la individualidad. Como Aristóteles, sabemos que en las partes se encuentra el todo, el problema es, contra los pronósticos, encontrar las partes, hacer las partes. Y que las partes, pese a ser universales, tenga sus propias particularidades.

Quizá lo que se encuentra detrás del debate de lo universal y lo local en la novela histórica sea el tema de la verdad. Como todos sabemos, la Ilustración inauguró la universalidad de la verdad, no puede haber, según los ilustrados, dos verdades que se oponen, una de ellas debe ser mentira. Lo propio puede decirse de la novela histórica, no puede haber dos historias distintas. Toda novela histórica es considerada, de entrada, un reflejo exacto de la verdad, y por ello, universal. La novela histórica no tiene la obligación de coincidir con la realidad histórica para poder ser verdad. No sólo existe la verdad histórica sino, también, la verdad literaria: el mito. La verdad literaria puede oponerse incluso a la verdad histórica. Sin embargo, hay algo en la literatura que colinda con la verdad histórica: su ficción es a veces un vivo retrato, cuando no una crítica ácida, de la realidad real. No a pocos molesta esta verdad literaria: para Platón, no era posible decir una verdad a partir de una ficción. Sabemos bien que la novela histórica trata, quizá más que otro tipo de novelas, de ficcionar verosimilitudes, acaso es el género novelístico que mayor apego ha de tener con los acontecimiento, y pese a que trata de darnos la relación de los hechos sucedidos, también trata de ser literatura, y la literatura es, ante todo, artificio, es decir, mentira. La gran paradoja de la novela histórica es que navega por dos corrientes: entre la verosimilitud y el artificio. Jacque Ranciere alude a esta paradoja diciendo que “Si el arte pude emocionarnos por el reconocimiento de las pasiones que conocemos, es porque es un artificio que no pretende ser la verdad. Pero es también porque este artificio se deja tomar por esa verdad a la cual dice que no pertenece”. En este sentido, la novela, y la literatura en general, no son ni la negación de la historia ni otra voz en la historia, como lo quería Octavio Paz, sino más bien otra forma de llegar a la verdad a partir del artificio y de la historia; otra forma de verdad, y no la contradicción de la verdad histórica. En nada podría inspirarse la literatura si no contara con el mundo verosímil de la historia. Ambas, Historia y Ficción, son caminos a la verdad.

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El ensayo: una lingua franca

Quizá los nuevos retos del ensayo se suscriben a dos asuntos. Digo “nuevos retos” porque hoy en día son otras las preocupaciones del lenguaje ensayístico. A Montaigne le preocupaba, por ejemplo, un estilo menos categórico y mucho más asequible, menos grave y más imaginativo; frente a la extensión de los tratados disciplinares, oponía el asombro de los escritos breves.
Hoy son otras nuestras inquietudes, por un lado, nos preocupa que el ensayo siga manteniendo la difícil tensión entre sentido y ritmo, o como dirían algunos críticos, entre idea y artificio, sobre todo cuando la academia universitaria va ganando cada vez más terreno y obliga a sus titulares a ser lo más objetivo posible, como dicen algunos colegas de la academia norteamericana: hay que ir “straight to the point”, cercenando así cualquier espacio para la imaginación creativa e inhibiendo el género ensayístico; y peor aun cuando los estudios neurobiológicos más recientes han mostrado que ningún tipo de verdad científica hubiese sido posible si el hombre no se hubiera ejercitado en el campo de la imaginación como ningún otro animal lo ha hecho; por otro lado, la creciente aparición de ensayos cada vez más cercanos a la realidad: los ensayos-reportaje, los ensayos-autobiográficos o de estudio de caso, nos obligan a reflexionar sobre la distancia que debe guardar el ensayo de frente a la realidad, y quizá de forma más general, la distancia que debe haber entre la literatura y la realidad.
Octavio Paz afirma que el lenguaje no puede ser una copia exacta de la realidad por su naturaleza metafórica: todo idioma es una metáfora de lo real: una palabra es como si fuera la cosa, pero no es la cosa per se. El mismo lenguaje es un recurso literario, desde su origen está suscrito al sistema de la literatura: pues es una metáfora. El lenguaje es tan ajeno a la realidad, lo recuerda Steiner, que para entenderlo tenemos que traducirlo, ya sea nuestra lengua materna o bien se trate de un idioma desconocido, tenemos que decodificarlo a fin de comprender qué dice; si el lenguaje dijera la realidad misma, o fuese absolutamente objetivo, no habría ningún tipo de malentendidos. El castigo de Babel no consiste tanto en la creación de varios idiomas como en el nacimiento de la traducción, incluso la traducción en nuestro propio idioma. ¿Cuántas veces no hemos tenido que traducir lo que otra persona dice en nuestro mismo idioma? Estamos condenados a traducir a nosotros mismos, a jugar a las equivalencias: esto es como aquello, pero nunca será aquello. Esta distancia frente al mundo concreto, insalvable, implica reflexionar sobre la relación entre el ensayo y la realidad.

El gusto actual por ensayos que contengan una gran dosis de mundo real pone en riesgo el lado artificioso del ensayo, en pos, por cierto, de una de las más antiguas seducciones literarias, aristotélicas por naturaleza: la mimesis absoluta. El mito del andrógino, partido en dos y vuelto a juntar, se encuentra detrás de esta pasión por unir dos mundos, dos sistemas, inconfundibles. Realidad y deseo, diría el poeta. Lo propio puede decirse de los ensayos academicistas. Se trata de perder en imaginación y ganar en objetividad.

Comparto con Giorgio Agamben una definición muy ilustrativa sobre lo que es la poesía: es una lucha irresuelta entre sentido y ritmo. Lo propio puede decirse del ensayo actual: ya sabemos que nunca podrá darse tal unión entre ensayo y realidad, la distancia es insalvable, también que el ensayo no puede aspirar a la objetividad absoluta porque necesitaría dejar de ser ensayo, de lo que se trata entonces es de encontrar, una vez más, el justo medio, el punto de equilibrio entre imaginación y rigor conceptual, entre artificio y realidad concreta. La tensión nunca dejará de existir, el reto más bien es que dicha tirantez sea capaz de expresar, con la mayor fuerza posible, la riqueza discursiva del ensayo, el artificio más bello y noble para tal o cual idea.

Dante defendía, en De vulgari eloquentia, el lenguaje vulgar. Los motivos de su defensa eran muy sencillos (la naturalidad y viveza de las lenguas vulgares), sin embargo siguen siendo muy actuales: me parece muy sano que el ensayo busque rigor conceptual y mayor cercanía con la vida cotidiana sin que esto signifique, claro, que pierda naturalidad y vida. El ensayo debe de dar siempre signo de estar vivo. Su relación con la realidad ha cambiado a través de los años, sin embargo persiste la idea de que todo ensayo debe ser una lengua franca, en el doble sentido de la palabra: aspirar a la verdad, la verdad literaria, y franquear obstáculos, llegar a las gentes, dirían los trágico griegos. Esto significa estar vivo.

XIII Congreso Internacional de la Asociación de Academias de la Lengua Española Medellín, Colombia
Marzo de 2007

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