No había ni empezado a
desayunar cuando llegaron los comisarios. Buenos días, compañero, me saludó el
más alto, ceremoniosamente, somos del Comité Democratizador y venimos a hacer
nuestro trabajo. ¿Su trabajo, en mi casa?, respingué, sorprendido. No en su domicilio,
ciudadano, repuso el otro, pero sí en su columna semanal. Disponíame a darles
con la puerta en las napias cuando el grandote, que por lo visto era el de más
jerarquía, adelantó una bota y me empujó hacia adentro. Usted perdonará, hizo
al cabo una mueca de falsa contrición, pero es que aquí el reporte dice que su
columna todavía no ha sido democratizada.
No puede ser, refunfuñé entre
dientes mientras los invasores sacaban mis cajones uno a uno, tiene que ser un
sueño. ¡Exactamente!, replicaron los dos al unísono, este proceso es parte de
la realización del sueño de nuestro pueblo. ¿O sea que ustedes vienen de un
pueblo dormido?, pretendí ironizar, y por toda respuesta me cayeron encima dos
miradas glaciales. Por lo visto, es el típico priista, disparó el segundón, con
una sonrisilla de triunfo repentino. ¿Que yo soy qué?, salté no solamente por
el acicate, sino también de ver que ya su superior tomaba posesión de la
libreta donde había vaciado unas cuantas ideas para mi artículo.
¿Quién es el “amlosaurio”,
ciudadano?, alzó una ceja el de la voz cantante, con la satisfacción del
sabueso que se ha topado al fin con la primera pista. ¿Pues quién va a ser?,
sonreí, con tacto de elefante, ¿prefiere que le diga pejedáctilo? Contra
lo que esperaba, el otro se sonrió. ¿Ya ves lo que te digo?, le dio un codazo
al jefe, a los priistas yo los huelo desde lejos. ¿Me está llamando priista?,
reaccioné ya muy tarde para clamar estupefacción, de modo que solté una leve
carcajada. Así son los priistas, acotó comprensivo el superior, meneando la
cabeza, todos iguales.
Mire usted, compañero, levantó la
libreta el jefe y la puso delante de mis ojos, esto que puso aquí es
antidemocrático. No me diga, pretendí desafiarlo, ¿eso es según usted o sus
superiores? ¡Esto es según el pueblo, ciudadano!, intervino vehemente el
achichincle, como si me escupiera algún insulto. ¿O sea que han venido a
censurarme?, reaccioné al fin, mientras le arrebataba al jefe mi libreta y
encontraba la hoja con mis apuntes constelada de enmiendas y tachones. A
censurarlo no, matizó el de la voz, hemos venido a de-mo-cra-ti-zar-lo, y de
una vez entienda que no vamos a irnos hasta que su columna quede perfectamente
en regla. ¿Y usted cree que alguien va a querer leer una columna en esas
condiciones?, carraspeé, según yo cargado de razón, aunque ya comprendiera que
a los ojos de aquellos comisarios no había más razones que las suyas. Es decir,
las del pueblo, que a ojos de sus pastores tiene un solo cerebro y se expresa
al unísono y jamás se equivoca, sólo eso nos faltaba.
No menosprecie al pueblo,
compañero, me aleccionó el grandote, palmeándome la espalda como quien habla
con un hijo descarriado, es por su bien, venimos a ayudarle. Nadie quiere
cambiarle el estilo, todo está en corregir sus equivocaciones. ¡No me diga, qué
atentos!, eché de nuevo mano del sarcasmo, pero él siguió adelante sin acusar
reacción. Mire aquí, por ejemplo, había un par de errores y ya le hice el favor
de enmendárselos. ¿“Peñasaurio”? ¿“Chepináctila”?, leí sus correcciones en voz
alta, ¿no quiere de una vez firmar mi columna?
Véalo de este modo, compañero,
nosotros entendemos que usted se equivocó, pero vamos a darle la oportunidad de
corregir el rumbo y enmendar su pasado priista. ¿Mi pasado
priista?, me asombré al comprobar que el tipo no se había mordido la lengua.
Entienda, ciudadano, repuso el achichincle, priista es todo aquel que está en
contra del pueblo, que es el caso de usted. ¿Debo entender que el pueblo son
ustedes?, respingué. Somos sus más humildes servidores, respondieron los dos,
otra vez al unísono, tras lo cual me invitaron a iniciar la escritura del
artículo bajo su vigilancia demo+cratizadora.
Puede usar las palabras que le
gusten, me palmeó el hombro el jefe, pero eso sí: que sean democráticas.
¿Cuáles son las palabras antidemocráticas?, vacilé, ya delante del teclado. Muy
fácil, ciudadano, espetó el otro, las de los enemigos del pueblo. ¿Es decir,
los de ustedes?, inquirí. Córrale, compañero, me apremió el jefe, casi
amigablemente, y mejor ni rezongue, que se le va a hacer tarde con ese
artículo. Y aquí estoy, sin palabras, haciendo esfuerzos vanos por democratizarme.