viernes, agosto 20, 2010

Kafka Decaf-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 20/08/10)

Lección profesional aprendida años ha. Es 2005 y trabajo como conductor de un programa televisivo de revista cultural. De buenas a primeras llega una invitación apetecible: hacer una cobertura de ArtBasel Miami Beach, acaso la feria de arte contemporáneo más importante del continente. Lo discuto con el productor -un cascarrabias que por aquellos años no acababa todavía de volvérseme entrañable- y decidimos aceptar. Cuatro somos los que necesitamos ir. Él. Yo. Un camarógrafo. Y un realizador de campo. El canal nos da el nombre de un camarógrafo con visa y pasaporte vigentes. Después acudimos, muy contentos (cuando menos yo), con el realizador de nuestro equipo y le anunciamos la buena nueva: partimos para Miami en dos días. Entorna los ojos, hace un gesto contrito y musita “Es que… no tengo visa… ni pasaporte”.
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El Señor Productor prorrumpe en cólera. “¡Y me puedes explicar cómo trabajas en un medio de comunicación y no tienes lo necesario para hacer un viaje al extranjero en cualquier momento!”.
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Acaso la formulación no haya sido dulce pero nadie de nuestro gremio podrá cuestionar que tenía razón. Así fue que aprendí la lección: desde entonces considero mi obligación profesional contar en todo momento con pasaporte y visa de entrada a Estados Unidos. (Supongo -espero, de hecho- que mi compañero llegó a la misma conclusión; en todo caso se perdió de un gran viaje, en el que fue sustituido por alguien acaso menos dotado, pero que sí tenía visa y pasaporte).
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Narro lo anterior para explicar por qué, el viernes pasado -alrededor de un mes antes de que venciera mi pasaporte- me presenté en una oficina de Relaciones Exteriores a fin de renovar tal documento. Llevaba conmigo un fólder en que figuraban todos los documentos que, de acuerdo al sitio de Internet de la SRE, es necesario presentar para una renovación. Llegué puntual a la cita y, como mi siguiente no era sino hasta la 1, pensé que tenía tiempo de sobra para realizar la diligencia.
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Fila. Me formo. Pasados 10 minutos, llego al mostrador. Una señorita, amable, revisa mis documentos y los declara en orden.
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Pase al otro mostrador. Paso. Llene la forma, por favor. Comienzo a llenar. No me sé mi CURP. Llamo a mi mujer. Me la dicta (algo muy bueno debo haber hecho para merecerla). Termino de llenar.
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Me acerco al tercer mostrador, previamente indicado. La señorita (otra, también amable aunque -diría mi abuela- un poco fresca) abre tamaños ojos:
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—¡Uy, señor! ¡Qué no le dijeron que era con tinta negra!
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Ojos aborregados a una buena señora: ¿me presta su plumita negra? Vuelta a llenar. Vuelta a llamar a mi mujer (sigo sin haber memorizado mi CURP, y además me seduce su voz cuando la irrito). Vuelta a entregar. Sentencia lapidaria de la fresca: “¡Bueno… al menos así ya sabe para la próxima!”. Quiero pensar que no ha reparado en que la próxima, de acuerdo al documento llenado en negro que acabo de presentarle, es dentro de 10 años.
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Nueva espera. Suena mi celular y es… el Señor Productor, quien no por ser ahora mi gran amigo ha perdido el tenor socarrón. ¿Qué haciendo? Aquí, en una escena ya no sé si de El proceso o de El castillo… renovando mi pasaporte. ¿Para irte a Ixtapa? (Parto, en efecto, en unos días). No: paraque no me regañes la próxima vez que tengamos que viajar… eso si lo logro, porque como no llené la solicitud con tinta negra… ¡Uy! Pues el presidente declaró hace unos días que ya no le iban a pedir a uno que si la tinta negra y que si la foto tamaño pasaporte… pero ya ves que ni los narcos le hacen caso. Muy chistosito.
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Llega mi turno. ¿Y la fotocopia de su IFE? (Por cierto: eso de que en este universo paralelo cada quien tenga su IFE le encantaría a López Obrador). No decía en la página. ¿Y qué no le dijeron en el primer mostrador? Noooo. A ver, déjeme ver si le puedo ayudar… ¡Uy, no! Es que nadie tiene la clave de la fotocopiadora. Y allí va nuestro aporreado -y a estas alturas enervado- héroe, a sacar una sola fotocopia por la que paga dos pesotes.
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Regreso. Entrego. Me dan un talonario: el 518 (nunca lo olvidaré). Nueva sala de espera. Una hora de aburrimiento (son ya las 12:30). ¡518! ¡Yo, yo! ¿Avellaneda Chávez Carlos Manuel? No: Alvarado Vale Nicolás José. Se traspapeló el talonario. Media hora más de hastío. Cuando salgo con mi pasaporte no sé si tengo más ganas de un cigarro, de un Losec o de que me arrulle mi mamá.
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Huelga decir que no llegué a mi cita de la una. Y en verdad lo lamenté. Era con el psicoanalista.

jueves, agosto 19, 2010

"Samperio juvenil "(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 18/08/10)

Escribir para niños y adolescentes no es sencillo, pues se requiere tener la precisión y levedad necesaria para captar su atención; debe construirse una voz narrativa atractiva, cuya estructura esté sostenida por una historia interesante y ad hoc al público al que se piensa llegar, todo eso sin que se sacrifique la calidad. Características que logra a la perfección la novela Tongolele y el ombligo de la luna (Ediciones B, 2010) escrita por el reconocidísimo escritor mexicano Guillermo Samperio e ilustrada por Sofía Escamilla.
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Con un lenguaje sencillo y cercano a la juventud, Samperio presta su pluma a Juan José para que cuente su historia llena de un romanticismo adolescente.
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Juan José se encuentra enamorado de su vecina la Pantera Negra, que en realidad es Yolanda, alías Tongolele, a quien le encanta el arte de mover el ombligo, danzar, menearse y hacer un sinfín de contorsiones corporales relacionadas con el baile de cabaret; de igual forma disfruta del bellísimo arte de pintar. Juan José entabla amistad con Tongolele gracias a sus padres y en ese platicar, bailar y comer juntos, nuestro protagonista empieza a enamorarse de ella; a lo largo de la historia el lector podrá ser testigo del vuelco romántico que sufre Juan José y cómo de ser un simple admirador y amigo de Tongolele, se convierte en el personaje que saldrá en las primeras planas de los periódicos, pues con valor y astucia logra salvarla de las manos de unos malhechores.
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Una novela corta que maravillara a jóvenes y adultos, debido a que posee descripciones exactas del México bajo el cual se desenvolvió Tongolele y consigue mezclarlo con las pasiones e inquietudes juveniles. Texto que tanto padres de familia como maestros de secundaria o preparatoria, podrán utilizar para invitar a las nuevas generaciones a sumergirse en el maravilloso mundo de la lectura.
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Guillermo Samperio ha sido recibió el Premio Casa de las Américas en 1977 y el Cervantes de París en el 2000. Entre sus obras se encuentran La mujer de la gabardina roja y otras mujeres, Manual para cuentistas, Después apareció una nave y actualmente circulan tres novelas de corte histórico: Hidalgo, Aventurero astuto de corazón grande; Juárez, Héroe de papel y Morelos, Adicto de la nación; todas bajo el sello de Zeta, perteneciente a Ediciones B.

martes, agosto 17, 2010

La Giganta / y II (Diario Milenio/Opinión 17/08/10)

Le aclaró el misterio del polvo: era del Sahara, un desierto enorme que, a pesar de encontrarse lejos, compartía corrientes de viento con la isla. Se encontraban, en efecto, en una isla: cuando se incorporó y, siguiendo sus instrucciones, dio los pasos necesarios para estar fuera de la ciudad, observó la topografía con más cuidado. Las eras geológicas. Los trazos fronterizos. La fauna. Increíble lo que puede parecerse la superficie de la tierra a la superficie del cerebro, pensó. No le quedó la menor duda: hasta su nariz llegó el aroma del mar, un tufo de planta carnívora y de cocos podridos. Algas. Lianas. Hasta sus oídos llegó el rumor de las olas. Un gris imperial. Se trataba de una isla pequeña, salpicada de selvas, y destruida. Él había sobrevivido, eso lo aseguró de manera vehemente, gracias al azar.
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—Debió haber sido una guerra terrible —comentó ella sin pensarlo mucho, asumiendo que su primera impresión era la cierta.
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—Mucho —mencionó él, sentado sobre un pliegue de su blusa, sin importarle en realidad si se referían al mismo tema. Los ojos, de súbito, en otro lugar—. Mira —le señaló al final. Un cierto alborozo en la voz. Una chispa en las pupilas. Se refería a un montón de pedazos de madera que, rotos, se amontonaban cerca de unos arrecifes. Las olas los movían a su antojo, llevándolos a la playa y trayéndolos de vuelta a la superficie marina.
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—En eso llegaste tú —aseguró.
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Tenía cosas concretas qué preguntarle: el nombre de la ciudad, la causa de su ruina, la ubicación del helicóptero en que había llegado, ¿había muchos más? Necesitaba información. Necesitaba saber cómo irse. Eso sobre todo: necesitaba irse. De momento eso era lo único que se le ocurría hacer con su vida: dejar atrás una isla desierta adonde había llegado sin mucha conciencia o voluntad, aparentemente como resultado de un naufragio. Siempre es extraño el momento en que se encuentra un objetivo en la vida, recapacitó.
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—El helicóptero –dijo, titubeante—. ¿Hay más?
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El hombre muy pequeño la miró desde donde se encontraba, que era su hombro, y se negó a contestar. La veía y, luego, se volvía a ver el paisaje. La veía y cerraba los ojos, viendo en realidad a otro lado. La veía y se desesperaba.
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—Mira —volvió a señalar otros destrozos en la ciudad: árboles partidos en dos, antenas rotas, cúpulas por donde zureaban las palomas.
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—¿Qué quieres que mire? —le preguntó, irritada, olvidándose por un momento que tenía que bajar la voz al hablarle—. Todo eso ya lo vi al llegar.
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—Fíjate bien —insistió a gritos.
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Nunca supo cómo no lo había notado antes: las grandes huellas hundidas en el pavimento, los cofres de los autos destrozados por manazas gigantescas, los lagos sin seña alguna de agua. Los estanques secos. Guardó silencio mientras lo observaba todo, digiriéndolo. Guardó silencio cuando cayó sobre una banqueta y dobló las rodillas. Todo es estela de algo más, se dijo. La destrucción no es más que un eco de otra destrucción. Luego meneó la cabeza con gran lentitud. Las palomas revolotearon cerca de sus cabellos, confundiéndolos de seguro con algún nido. Los insectos. El sonido insomne de los insectos cerca de los orificios nasales, a la entrada de los oídos. Cuando finalmente estuvo lista para decir algo, se volvió a verlo. El hombre dormía ya. O fingía dormir. Parecía dulce e inofensivo entre los pliegues de su manga. Daba la impresión de que soñaba algo.
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La que no puede ser de verdad eres tú, esa frase la recordaría después.
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Sonrió. Pudieron haber discutido por horas enteras, pero en lugar de contestar, sonrió. Luego cerró los ojos y, con un brazo en alto, intentó arreglarse el cabello. Su inmovilidad la arrulló. Cuando él se despertó y estiró los brazos, el movimiento no dejó de provocarle cosquillas en su costado. ¿Y si existiera en realidad? Cuando volvió a abrir los ojos, evitó mirarlo y prefirió guarecer la mirada en el cielo. Un azul diluido en la taza de la oscuridad. Imaginó las aves contra las que habría batallado a lo largo de la vida: las plumas de colores, los picos de guerra, el ruido infernal. Imaginó el rostro aterrado de Mandeville cuando presenció por primera vez la manera tan precaria en que se defendía de los aleteos de los pájaros: los codos erguidos, las rocas puntiagudas, los alaridos. Pronto pudo incluso ver el rostro contrito de Mandeville al observar su desfallecimiento. El hombre muy pequeño conocería la derrota, de eso no le cupo la menor duda. Cuando se volvió a ver una vez más el entorno vacío también estuvo segura de que conocía el olvido. El olvido de sí.
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—Amar una cosa es estar empeñado en que exista —murmuró sin darse cuenta. El sonido de una ambulancia en algún lugar dentro de su voz.
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—Eso ya la dijo hace mucho tiempo Ortega y Gasset —le respondió a gritos el hombre muy pequeño desde la cuenca de que se formaba detrás de su clavícula, ahí donde se había arrellanado. El eco de un eco. La puesta en abismo. La desaparición. Nada los había preparado para la explosión de la carcajada: el súbito movimiento del cuerpo, el espasmo del abdomen, la onda abrupta del sonido. Él resbaló hasta caer dentro de su ombligo y ella no pudo más que cubrirse los labios en un intento infructuoso por detener el ataque de risa. ¿Quién era ella en realidad para afirmar o negar la existencia de alguien que se comunicaba tan exasperadamente? En un mundo a todas luces abandonado, ¿a quién le correspondería decidir quién o qué era de verdad? Cuando logró incorporarse volvió a colocar la mano izquierda a los pies del hombrecillo, en signo de invitación. Él se subió.
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—Si sabes eso —le dijo en voz muy baja cuando logró sostenerlo a la altura de sus ojos— entonces debe saber que amar una cosa es no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquel objeto esté ausente.
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El hombre muy pequeño, por toda respuesta, se alzó de hombros. El ruido del helicóptero los distrajo. El viento del Sahara les despeinó los cabellos y colocó una capa de polvo sobre sus labios. La giganta lo observó entonces, en la palma de su propia mano. Era la misma cara que debió haber tenido Mandeville, entre 1357 y 1371, cuando se disponía a describirlo y a despedirse. Las dos cosas al mismo tiempo. Era la cara de alguien que lo ha inventado ya todo.

lunes, agosto 16, 2010

La inefable Miss Alpha (Diario Milenio/Opinión 16/08/10)

Se solicita reformatorio

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La conocí hace tantos veranos que no recuerdo si era el final de junio o el principio de julio cuando mi madre y yo entramos compungidos a su oficina. Ella, que había sido estudiante ejemplar, no conseguía justificar la afrenta de haber traído al mundo a un alumno problema. Y yo, que me había pasado el último año estudiando boliche y carambola, debía una vez más plantarme y dar la cara por ese vago bueno para nada que había reprobado el primero de prepa y ahora tenía que ir peregrinando en busca de un colegio que lo admitiera. Íbamos en la cuarta intentona, y al menos esta vez la directora había accedido a recibirnos. Lo cual me preocupaba, por otra parte, pues según mi experiencia las directoras solían ser más duras y temibles que sus pares del sexo masculino: cada uno pan comido si se le comparaba con la feroz Miss Cabañas, del Queen Elizabeth, o la implacable Miss Carol, del Tepeyac del Valle, a cuyas oficinas llegaba uno indeciso entre la taquicardia y el sollozo. ¿No era acaso, además, pésimo antecedente significarme de tamaña manera en aquella oficina que muy probablemente visitaría de nuevo, tal como mi expediente permitía inferir?

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Miss Alpha entró en escena llevando entre las manos una carpeta con mis antecedentes, más una prueba escrita de matemáticas —el examen final de tercero de secundaria— que me habían aplicado nada más presentarme en el colegio. Contra las más oscuras previsiones maternas, me había sacado un deslumbrante 8.5. Pero la directora no estaba sorprendida, y hasta al contrario: me miró desde lo alto de una suerte de sonrisa enigmática que acusaba recibo de aquella información. Antes que resignarse a darme por rufián, Miss Alpha Iconomópulos se asomó a mi semblante y en una sola ráfaga ya me había leído el código de barras. No me atrevo a decir que aquella mujer grave, sofisticada y en momentos cálida me hubiera hecho algún guiño de complicidad, pero sigo creyendo que sus ojos sabihondos invitaban a un pacto elemental. Aun si sus condiciones, música a los oídos de mi madre, me sonaban estrictas y terminantes, aquella directora me pareció, en muy pocas palabras, un prospecto de adulto razonable. Cosa bien rara, por aquellos días.

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Señas de autoridad

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No era una mujer dura, pero jamás se vio que la doblaran. Solamente ocasiones muy severas le exigían deshacerse de sus maneras suaves y refinadas para soltar un par de líneas en voz alta que dejaban las cosas en su sitio. Pero ni quién quisiera llegar hasta allá. Pues a los ojos de un alumno problema, uno de los aspectos sin duda escalofriantes en la conducta de la directora del Colegio Westminster, tenía que ver con su carácter impasible, incluso y más aún a la hora de anunciar o imponer una medida extrema. Lo decía en voz tan baja que parecía un secreto, tanto así que la idea de remedarla parecía un desplante de humor negro para quienes solíamos vivir en la orilla pelona del reglamento: candidatos continuos a escuchar de los labios amables de Miss Alpha el veredicto de un castigo ejemplar, previa presencia de nuestros enfurecidos padres. ¿Cómo explicar que una mujer con esa autoridad aguardara cada año, entre el 29 y el 30 de abril —su cumpleaños, el día del niño—, como siempre impecablemente vestida, por la llegada de un piquete de alumnos empapados que la llevaría en vilo hasta la alberca, donde terminaría jugando caballazos con sus raptores?

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He perdido la cuenta de las veces que debí regresar a esa oficina, rodeada de cortinas color hueso que permitían mirar impunemente al patio del colegio, pero mientras fui alumno del Westminster lo hice invariablemente compungido y pesimista. Ya fuera por saltar la barda hacia la calle, ser echado de clase con regularidad o haber pintado la alberca de rosa, entre las que recuerdo, enfrentaba a Miss Alpha con el alma en un hilo, sin ocultar la pena de estar de nuevo allí, abrumado por pruebas y agravantes, y no obstante a la espera de alguna clemencia sorpresiva: su mejor carta oculta.

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Temporada de indultos

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Nunca antes logré ser tan elocuente. Si a mis padres lograba engañarlos o chantajearlos, con Miss Alpha sólo podía valerme la verdad, o cuando menos lo más próximo a ella. ¿Cuándo fue que la posibilidad de salir expulsado del Westminster llegó a helarme la sangre, al extremo de encontrar preferible reconocer y condenar mis recientes traspasos antes que defender lo indefendible, y sólo por hacerlo me fui haciendo acreedor de una hilera increíble de indulgencias? Debió de ser al poco de encontrar que por una vez en la vida prefería estar en la escuela que en cualquier otra parte, incluyendo el boliche y el billar, y ya las vacaciones se anunciaban como un desierto sin orillas. Peor todavía, sin carcajadas diarias y a toda hora.

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Miss Alpha nunca supo que el primer palomón que estalló en el baño, justo debajo de los laboratorios, llevaba a media mecha un cigarro prendido que dejó a los autores del pequeño atentado movernos de la escena y estar muy cerca de ella a la hora del tronido espectacular. Podía uno darse el lujo de hacerse perseguir por el resto de las autoridades escolares, pero la perspectiva de caer de la gracia de Miss Alpha nos exigía dosis de precaución y perfeccionismo que, ahora lo sospecho, ella misma debió haber apreciado. ¿Sería quizás por eso que cerca del final de tercero de prepa me llamó a su oficina para anunciarme que sería maestro de ceremonias del festival de mayo? ¡Yo maestro de qué!, me pregunté al salir, entre el pasmo y la risa. Nunca me había pasado. Aunque tampoco había sucedido que terminara el curso sin reprobar materias. Tuve al fin que acabar la prepa y volver al Westminster, ya como visitante, para entender que había sido al fin uno de sus alumnos consentidos. Todavía hace un año nos topamos y encontré en su sonrisa cariñosa la mirada sardónica del primer día. Yo te conozco, decían esos ojos a los que rara vez logré engañar.

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Hace unos días asistí a su funeral. Me acerqué hasta la caja, rebusqué en su expresión y ya no la encontré. Faltaba esa energía fulminante que la hacía lucir siempre alerta y ubicua, como era su leyenda. Cerré al punto los ojos, di unos pasos atrás y huí tras la memoria de esa sonrisa desde siempre cómplice y a la postre entrañable. Vayan, pues, estas líneas en el empeño.

domingo, agosto 15, 2010

Avances de un bestiario-Miguel Maldonado (Semanal/La Jornada 25/04/10)

LA HIENA
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De cadera caída y de ánimos también: a veces tigre y otras perro carroñero. No encaja en los principios de la Estética. Nunca guarda la cuadratura y se sale de cuadro. No alcanzará el rango de muñeco de peluche ni habrá globos a su estampa, siempre villana de telenovela. Con un colmillo salido, se ríe porque intuye que Natura no se equivoca. Su pelo arrebujado no es ninguna falencia: unos creemos que su fealdad, como casi todas, tiene un gato encerrado. Su no saber si león o coyote, su no saberse, ya es un encanto.
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En evidente estado de alteración, hay quienes la bordan en telas de pijama y en chambritas para niños; los más ilustres esbozan teoremas parecidos a las arengas de los demonólogos renacentistas sobre la belleza del diablo, abundan en ejemplos de exégesis postmoderna: que el poeta Jean Cocteau intuía este misterio en La bella y la bestia, a la Bestia la rodea un aura de Belleza. Ignorantes y doctos, de remate y medio locos, han sido una minoría que a lo largo de la historia se ha opuesto al canon universal de la belleza, fundados todos en el paradigma de la hiena.
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EL RINOCERONTE
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Cuenta la leyenda que a causa de esa piel pastosa, el rinoceronte perdió vuelo. Se dice que era un unicornio con serios problemas de peso, que dotado de enormes y relucientes alas y tras fallidos intentos, renunció al sueño de volar. Desde entonces, se amalgamó, hizo votos de tristeza ensimismada. Se sabe un Pegaso encadenado, un pichón que sufre encierro en pieles de alta seguridad. Algunos diarios de lo insólito han documentado registros testimoniales de amáricos que han visto al rinoceronte azul sobrevolar las costas de la antigua Abisinia.

Para que no se pegue un tiro, ciertas aves le hacen compañía; se compadecen de su implume pariente lejano y fingen encontrar sustento en el cultivo de insectos sobre su lomo. Cuando un rinoceronte se decide a embestir, no hay quién lo detenga. Los locales del Gran Valle del Rift aseguran que lo único que podría contener su embate es una pareja dándose un beso (de las formas del besar, recomiendan el tipo apasionado, deep throat); su rostro se agarza, sus entendederas tiran peso, sabe que no todo en él es masa corporal. Después de mirar con profundo desconcierto y curiosa inquisición, recula dando vuelta a tres cuartos, sin causar esta vez estropicio alguno con el latiguillo de su giro. Se aleja meditabundo con un ligero cabeceo a cada apisonamiento.